Chicle de menta

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Las luces corren veloces junto a la ventana; amarillas, blancas y rojas. Flamean como banderas al paso del tren. Afuera hace frío, los vidrios empañados y los rostros rojos por la congestión de los abrigados pasajeros que se suben así lo demuestran. No tan solo la temperatura es baja, ahora las gotas de lluvia se aferran al cristal, arrastrándose por el vidrio como pequeños gusanos, hasta encontrarse y fusionarse con otras hermanas, para formar lágrimas más gruesas. Es como si la humedad traspasara la ventana; en el interior el aire se condensa, mojando levemente el cristal, hay demasiada gente en el vagón. Todos comprimidos, cual ganado, nos mecemos al unísono, en la incomodidad somos un solo cuerpo. Aun así, cada cual viaja en su propio mundo, la mayoría, enfrascados y enajenados en sus aparatos tecnológicos, otros perdidos en sí mismos, mientras, con enormes audífonos, escuchan su música. Los menos, leyendo algún libro o revista. La mayoría de los rostros son grises, inexpresivos, como enfermos de algún mal terminal, solo cambian de color cuando el nocturno tren pasa bajo la luz de algún faro artificial. Los observo en todas direcciones, de vez en cuando, al alzar la vista y despegar los ojos de mi lectura.

A pesar de la notoria carencia de espacio, el vagón sigue rellenándose de pasajeros, como si intentaran romper algún record Guinness. En la última estación se subió una muchacha, de rasgos romos y pulidos, delgada y menuda. Bajo su abrigo se percibe la armonía de su constitución, pero lo más llamativo es su pecoso rostro; como estrellas en el firmamento, sus pecas salpican su lechoso semblante, sobre su pequeña nariz. Bucles castaño-rojizos escapan de su gorro de lana y unos ojos oscuros y profundos, como pozos de agua subterránea, hacen contacto con los míos. Éstos, sumidos en la vergüenza de ser descubiertos, vuelven inmediatamente a las páginas del libro. Pierdo el hilo discursivo y debo comenzar a releer la página nuevamente. Distraído por su presencia, vuelvo a alzar la mirada y aquel par de pozos siguen fijos en mí; son marrones, no, más bien color chocolate. Me sonrío.

Fortuitamente nuestras pupilas se conectan y los constantes remezones y movimientos violentos del gigante metálico acortan nuestra distancia. En cuestión de un par de estaciones hemos quedado frente a frente. Debe llegarme a la altura de la barbilla, pero levanta sus ojos y largas pestañas, volviéndose titánica.

Sigue subiendo gente e intento hacerme hacia atrás para liberar espacio. Me es imposible, tras mi espalda se yergue la fría y húmeda ventana del tren. No tengo a dónde ir, y no quiero moverme tampoco. La presión popular aproxima nuestros cuerpos, obligándome a hacer a un lado mi lectura. Siento su carne hundirse en mi torso y descargo un suspiro ahogado en su frente. Alza su terso rostro, llevando hasta mí su aroma dulzón; lleno mis pulmones con su olor, son trazos de menta los que percibo, del chicle que mastican sus pequeños dientes. Me sorprendo mirando sus finos labios y me ruborizo, ella esboza una sonrisa y posa sus ojos en mi boca.

En un movimiento onírico, lento y parsimonioso, apoya sus menudas manos en mi chaqueta, alzando su cuerpo en la punta de sus pies. Su boca se aproxima entreabierta. Impulsado por mi carente inconsciente emulo su actuar, inmediatamente comienzo a salivar. El beso es húmedo, cálido y eterno, como si la lluvia hubiera entrado al vagón y empapara por completo el lugar. Su tacto en mi rostro, su aroma en mi sangre y su saliva en mi lengua, sanan, por unos instantes, todas mis carencias y aflicciones. Siento que tengo un hogar al cual llegar, me siento pertenecido por un momento, me vuelvo trascendente y etéreo, siento la electricidad en mis manos, como si mi energía quisiera irse con ella, soy presa de una falsa complicidad, soy ciego y me pierdo en su carne, con la esperanza de encontrar mi alma.

Nos separamos un instante a tomar aire, la miro estupefacto, luce aún más bella que hace un rato. Antes de articular palabra alguna, vuelve a besarme, esta vez un ósculo fugaz. Me mira por última vez y sonríe. Escucho su frágil voz pidiendo permiso para bajar, a la vez que su menudo cuerpo se hace espacio entre empellones. Se marcha como la desconocida que subió, dejando una cálida estela a su paso. Su aura se marcha con ella, dejándome nuevamente desnudo entre mis ropas, su aroma y sus pecas la siguen, mientras la puerta comienza a cerrarse. Quedo pasmado, incapaz de retomar mi lectura, entre un mar de desconocidos. Comienzo a olvidar su rostro, con el único recuerdo de su ya insípido chicle en mi boca.

Chicle de MentaWhere stories live. Discover now