VII

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CDRY, 1988

El almuerzo terminó y el Profesor Antenor se puso de pie y se despidió sonriendo con sus dientes dispares y su bigote grisáceo, Oscar le respondió el gesto y sonrió intentando ser amable, pero su ligera decepción no podía esconderse. No almorzar con Miguel se le hacía cada vez más inconcebible en aquél lugar lleno de profesores que, si no eran simplones, eran demasiado pretenciosos, Miguel, claro, era la gran excepción, era el intermedio, el equilibrio y más allá de simplonería y pretensión él fluía entre la indiferencia y la soberbia, eso a Oscar lo fascinaba aún más, él nunca buscaba demostrarle su inteligencia, su rapidez para argumentar cualquier cosa en la que estuviesen en desacuerdo, Miguel simplemente parecía disfrutar la discusión.

Soltó un suspiro, se percató lo rápido que se había acostumbrado a su compañía, de hecho demasiado, no quería apresurar las cosas pero no recordaba haberse sentido así desde que durante los últimos años de la escuela secundaria cuando se besaba en el baño con un compañero de clase; por supuesto, hacían más que besarse, pero a pesar de esa intimidad, el recuerdo más vívido que tenía de aquella primera experiencia con un hombre era justamente el roce de sus labios, el tacto de sus manos sujetando sus muñecas, el reflejo de las losas y el miedo a que los vieran, a que alguien los descubriera, igual que en aquel instante, y así, volvía a verse esperando a Miguel en la cafetería y se sentía un chiquillo nuevamente, esperando a su amigo a la salida de la escuela para así ir a revolcarse en la chacra, a jugar en el río, a besarse detrás de los algarrobos a las afueras de San Antonio, el pequeño pueblo donde se había criado.

Claro que Miguel no era su amigo de la escuela, era distinto, a pesar de sentir aquel entusiasmo adolescente cuando lo veía; él, arqueando los labios, mirándolo a los ojos, acariciándole el pecho, era distinto. Pensar que hacía menos de un par de meses no podían verse sin empezar alguna discusión, no podía verlo sin que aquel mismo aire de pedantería lo irritase o que su perpetuo gesto desinterés lo exasperara.

Fue realmente extraño cuando, mientras iba hacia el quiosco en su receso, se cruzó por una de las aulas donde él dictaba clases y lo vio ahí, tan desenvuelto, sonriendo, moviendo las manos y el cuerpo entero mientras hablaba y el aula entera parecía disfrutar con el aquella clase que le pareció ser de historia. Él continuó su camino y Miguel se quedó ahí en el salón como si todo hubiera sido una alucinación. Así que se convenció de que eso fue, porque nadie podía cambiar tan radicalmente. Ese definitivamente no era el profesor Miguel que lo había contradicho en frente de todo el salón en una de sus primeras clases.

Ahora, sin embargo, comprendía mejor, lo veía todo claro ¡Era ambos! Miguel era aquel risueño tipo que vio impartiendo clase aquella tarde y también era el mismo que le reprochaba por sus tardanzas o que le discutía cualquiera de sus opiniones, era el mismo que paseaba por los jardines en la tarde, detenía grescas de mocosos durante los recesos y creía que Eurípides había acabado con la tragedia griega.

Tomó su maletín discretamente y salió del comedor, afuera la tarde se hallaba en su mayor esplendor, bajó hacia el corredor caminando lentamente, como provocando deliberadamente algún encuentro fortuito con el objeto de sus cavilaciones. Frente a él varias siluetas descansaban en las graderías, los muchachos sacaban de sus bolsos tuppers de plástico y platicaban entre ellos casi a susurros, solo se oían los árboles meciéndose hasta que la voz tensa cortó el sopor al que brevemente cedió.

—No lo soporto más—oyó sollozar a una alumna —cada noche es una tortura y los días enteros me la paso temiendo el volver a casa y verlo, escuchar sus gritos, sus insultos —ella nuevamente rompió a llorar.

Oscar se detuvo breve me frente a la puerta de dónde provenía aquella voz quebrada, no pretendió entrar, sin embargo está se encontraba abierta y al ver hacia adentro se cruzó con la mirada de Miguel, quien se encontraba sentado en su escritorio, la muchacha, sentada frente a él, con el rostro empapado de lágrimas y los labios desfigurados por su inútil intento de contener el llanto. Ella se percató de su presencia y se recompuso en la silla secándose las mejillas con su pañuelo blanco.

La Ciudad de Polvo (novela Gay) Where stories live. Discover now