Etapa I: Medianoche

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Aquel sonido le resultó insólitamente familiar

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Aquel sonido le resultó insólitamente familiar. Era un suave tintineo, semejante al de una campanilla.

El marqués Fiore extrajo su reloj de bolsillo del chaleco, y, sosteniéndolo con dificultad entre sus palmas, observó que eran poco más de las doce de la noche.

Se levantó del sillón para escuchar mejor aquel incesante repiqueteo. Entre las atildadas paredes, rebotando en el techo y perdiéndose entre sus vigas, se percibía el sonido originado por el badajo de una campana al golpear con sus bordes. Aunque a su mente acudía de forma ininterrumpida la misma idea, su juicio sabía que no era posible que aquella fuese la razón de aquel tintineo insistente.

Fue al dirigirse el marqués a la puerta del gran salón, cuando escuchó, unido al arrullo de las brasas de la chimenea a sus espaldas, el sonido acompasado de unas pisadas. Un olor a podredumbre punzó entonces sus entrañas.

Sintiendo en cada palpitación cómo se desbocaba su corazón, el marqués Fiore se giró hacia el origen de aquel desvarío. Sus ojos, sin embargo, no encontraron nada capaz de explicar aquella retahíla de ruidos.

Con el puño de su camisa se secó el sudor que brillaba en su frente. Se llevó la mano al pecho, sintiendo las desenfrenadas pulsaciones de su corazón arañándole el torso.

—No puede ser ella... —Se frotó el mentón sin perder de vista la puerta, ahora cerrada, de la habitación. El tintineo se hizo más intenso una vez pronunció aquellas palabras—. Descansa bajo tierra, me encargué de ello personalmente.

La ventana, junto con la puerta de la habitación, se abrió de par en par con una intensa ráfaga de aire, permitiendo al marqués observar con recelo el exterior de la mansión. Las ramas de los árboles se agitaban con fuerza, y el aire rugía entre sus hojas.

No pudo evitar soltar un alarido de pánico al escuchar, de nuevo, unos pasos aproximándose hacia él. Sintiendo cómo el tintineo penetraba sim contemplación en su mente, se arrodilló sobre la alfombra que engalanaba el suelo del gran salón, apretando las palmas con brío sobre sus oídos.

La puerta de la habitación comenzó a cerrarse con una lentitud apabullante, mientras el mismo hedor nauseabundo que el marqués había experimentado hacía unos minutos, volvió a invadir la sala.

Y, entonces, la vio. Perfilada por la luz de la luna que se colaba entre las rendijas de la ventana, aquella mujer perdida, de cuyo nombre no era capaz de acordarse, y para quien hacía un par de semanas había cavado una tumba con sus propias manos, se encontraba de pie frente a él.

—¿Q-qué es lo que quieres? —masculló el hombre, tratando por todos los medios de mostrar una fingida entereza.

El repiqueteo de la campana cesó, y, junto a ello, el rugir del viento. La luna se reflejó en sus ojos en ese momento.

—Venganza.

La dama de la nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora