Capítulo 7: Cosas que nunca cambian

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    Empezaron el día siguiente tarde. Más de lo normal en ellos.

    A pesar de tomar una siesta tan larga, Timón seguía sintiéndose tan cansado como la noche anterior. Tenía los músculos engarrotados, la boca seca, y los ojos llorosos por la irritación.

    Los amigos pasaron las primeras horas de su día dándose en baño en las aguas termales que ya conocían, y buscando insectos en rincones secretos aún no descubiertos por la colonia. Recorrieron los viejos caminos que antaño caminaban cuando alguno de los cachorros de león que habían adoptado se escabullía, y dormitaron un poco bajo la sombra de los árboles donde solían descansar.

     En todo el día no se volvió a hablar de Tesma, Tay o cualquier otro de los suricatos. De modo que Pumba no pudo ayudar, y Timón no pudo relajarse del todo.

     Y la noche llegó sin que ninguno de los dos supiera exactamente la razón por la que iban a una fiesta a la que no deseaban asistir. Lo único que los animaba un poco era imaginarse la cantidad de comida que seguramente habría.

     Llegaron tarde, más por gusto que por un verdadero percance, justo cuando el ambiente estaba en su clímax... aunque no era mucho. El terreno en torno al lago estaba lleno de suricatos. Tenían grandes pilas de insectos dispersos cada tantos metros, y cientos de pequeñas luciérnagas volaban al rededor para dar luz al lugar. El cielo estaba despejado, y las estrellas y la luna creciente parecía parte de la decoración.

     Ni bien asomaron sus cabezas fuera de la vegetación silvestre, una ola de gritos de alegría los recibió. A Timón aún le parecía sorprendente que las ovaciones fueran para él.

     Ambos amigos pasaron gran parte de la noche hablando con la colonia, respondiendo preguntas relacionadas a la filosofía de Hakuna Matata, narrando anécdotas, y contando cómo fue que encontraron esa selva y cómo ayudaron a Simba. Timón no recordaba a la mitad de los suricatos con los que habló, y Pumba apenas recordaba la mitad de lo que habló con los suricatos.

    En algún momento de la noche, Timón se apartó del resto en busca de algo para comer. Cualquiera que lo hubiese visto en ese momento, lejos de la mirada de los curiosos, hubiera dudado que ese mismo suricato de expresión nerviosa y mirada distraída era el mismo que hablaba tan animadamente y con aires de grandeza al lado del enorme jabalí.

     Timón caminó hasta la pila de insectos más cercana, cuyo volumen había disminuido considerablemente desde la última vez que reparó en ella, y se ocultó detrás de la misma. Rápidamente hizo una inspección de la zona. Hasta ese momento había tenido suerte. Le preocupaba encontrarse con alguna parte de su pasado deambulando por ahí. Pero en toda la noche no se había topado ni con Tesma, ni con Basu, ni con Tay y su grupo de amigos (si es que aún eran amigos), y no veía señales de la presencia de ninguno de ellos.

    Suspiró aliviado.

    Se permitió entonces fijar su atención en el puñado de insectos que se removía frente a él. Estaban colocados sobre una hoja alargada de color verde limón que, a su vez, descansaba sobre un trozo de tronco cortado de forma horizontal. No tenía idea de cómo habían podido talarlo, pero tampoco era como si le importara demasiado saberlo.

    Tomó el primer escarabajo que pasó frente a él, uno de forma alargada como almendra y de colores verde brillantes. Se lo tragó de un sólo bocado y, mientras masticaba, una voz irrumpió su tranquilidad.

    — Vaya, parece que, después de todo, los rumores son ciertos.

    Timón se sorprendió tanto que estuvo a punto de atragantares con el insecto. Al darse la vuelta descubrió a un suricato adulto, de edad cercana a la suya, complexión delgada y apta para la excavación, con el rostro exento de emociones y los brazos cruzados sobre el pecho. No supo de quién se trataba hasta que reconoció el cabello dorado desaliñeado y esa mirada de ojos azules.

Once Upon a Timón - ESPAÑOLWhere stories live. Discover now