Botas

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Cualquiera pensaría que después de haberse enfrentado a la muerte final y haber ganado, que después de que todos los malos entendidos fueron aclarados y de que pudieron enviar a su tataranieto sano y salvo al mundo de los vivos, las cosas serían más fáciles para Héctor.

Pero los grandes cambios no vienen de la noche a la mañana.

Imelda estaba feliz y satisfecha con saber que Héctor se había salvado de la muerte final, él era el amor de su vida, después de todo. Pero Héctor le había dado razones para seguir molesta con él. Así, después de asegurarse de que su marido estuviera a salvo terminó por retirarse a descansar. Habían ocurrido demasiadas cosas en una noche.

Obviamente, la mirada incrédula de todos no se hizo esperar. Pero así era ella. Terca y orgullosa, y por más que amara a su familia habían cosas que no iban a cambiar. Pero la esperanza fue latente, porque los cambios llegaron poco a poco.

Al día siguiente cuando Óscar y Felipe entraron al taller aún discutiendo sobre el tema de usar velcro o agujetas en un nuevo diseño, notaron la primer señal. Imelda estaba sentada trabajando con un par de zapatos mientras que de una pequeña radio se escuchaban un par de baladas melosas a hastiar. Se hicieron un par de señas y optaron por dejarla a solas con su empalagosa música.

En otra ocasión Victoria la encontró moviendo algunas cajas que estaban en uno de los cuartos, se le hizo extraño, pero no le dio importancia. Cuando escuchó a Imelda gritar y comenzar a maldecir por un obvio golpe que se dio, lo más sensato fue huir antes de cruzarse en su camino.

Rosita estaba en la cocina preparando algo de comer para su hermano Julio cuando vieron a Imelda entrar y rebuscar algo en la alacena mientras tarareaba una canción. Los hermanos se miraron entre sí y antes de que se dieran cuenta, Imelda salió sin decir nada.

En la casa de los Rivera Imelda estaba extraña. Asumieron que era porque estaba feliz de poder cantar de nuevo. Al menos sus hermanos siempre habían sabido que ella amaba cantar y verla tan contenta seguro era por ello. Sin embargo, ahora que sabían que Imelda estaba en buenos términos con la música, el resto de la familia Rivera aprovechó para ir a visitar a Héctor.

Rosita le preparaba comida deliciosa y Óscar, Felipe y Julio se turnaban para ir a dejársela y quedarse un rato a conversar con él.

—Imelda está rara

—Se la pasa cantando

—A mí me pareció verla bailar el otro día

Héctor sólo sonreía con esas imágenes en su cabeza. Él la recordaba perfectamente cuando eran jóvenes y bailaban en el kiosco, de camino a casa, en la sala y con la pequeña Coco en brazos.

Le encantaba tener visitas y buena comida, pero cada día que pasaba una pequeña niebla parecía consumirlo. ¿En verdad Imelda estaba tan enojada con él? No podía culparla, porque tenía razón, pero entonces tuvo una idea.

—¡Le llevaré una serenata! —gritó asustando a los gemelos que ese día lo habían visitado.

— ¿Estás seguro que te perdonará con eso?  —le preguntaron ambos a coro. Héctor asintió.

Estaba más que decidido. Ellos se habían enamorado a través de la música una vez. ¿Quién decía que no podría ocurrir de nuevo? Así salió de su casa aún en la zona de los olvidados y se encaminó al teatro para pedir una serie de favores a sus conocidos y amigos.

Aunque los asuntos legales con Ernesto aún no habían concluido, su reputación sí había cambiado de la noche a la mañana, por lo que no le costó ningún trabajo conseguirse un traje de charro en tonos beige con dorado, una guitarra y comenzó a practicar con un conjunto de mariachis un par de canciones que él habia escrito para su amada.

Un Poco LocoWhere stories live. Discover now