Invisible

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Él era alto, simpático y bien parecido. Imelda no podía evitar suspirar contra el cristal de la ventana cuando recordaba a ese muchacho que tocaba la guitarra y cantaba con el corazón. Sus canciones llegaban hasta las fibras más sensibles de su ser y ahí esta ella, añorando el poder escucharlo tan pronto como la lluvia le permitiera salir de casa.

Sus hermanos menores, los gemelos idénticos Óscar y Felipe, la miraban con curiosidad. Su hermana era de un carácter duro, aunque bastante amoroso, y eso era algo que ellos sabían a la perfección puesto que la mayor parte de su infancia la pasaron bajo su cuidado a órdenes de sus padres.

La tromba tempranera que había caído sobre Santa Cecilia comenzaba a menguar y cuando la intensa lluvia se convirtió en una ligera llovizna Imelda comenzó a prepararse para salir con rumbo a la Plaza del Mariachi y encontrarse con él.

Imelda buscó un lindo rebozo para cubrirse del aire frío que aún se sentía después de la lluvia, acomodó su cabello en un recogido que complementó con un listón morado y fue a buscar un bolso y algunas monedas para comprar unas flores que hacían falta para el florero que su madre siempre tenía en el comedor.

Obviamente ella iba a salir a comprar flores después de la lluvia y no a ver al ladrón de sus suspiros.

Cuando estaba por salir, su topó de frente a su padre, con sus botas cubiertas de lodo, pues había salido a revisar que la carreta en la que cargaba su mercancía no se hubiese hundido en el lodo. Él al verla sólo arqueó una ceja.

Le preguntó si pensaba ir a la plaza, ella le explicó que quería ir a comprar unas flores para su madre y un poco de té de limón. Su padre sonrió y le dio su consentimiento para salir dándole algo de dinero extra mientras le decía que también trajera algo de fruta porque se le habían antojado unas manzanas con la lluvia.

Con lo que no contaba es que el astuto de su padre la enviaría por ese encargo con sus hermanos.

Óscar y Felipe eran adorables, los amaba, y siempre velaría por ellos. Pero no podría espiar a Héctor tocando la guitarra si llevaba al par de gemelos que se la pasaban discutiendo obviedades.

Finalmente ella aceptó con una sonrisa las condiciones de su padre y salió de casa escoltada por sus hermanos. Tenía que pensar la forma en la que pudiera deshacerse de ellos aunque fuera por un par de minutos en lo que ella podía escuchar al menos una canción completa.

Pero pensar era complicado mientras sus hermanos mantenían una conversación.

Al ser gemelos idénticos, ellos debían cargar con la cruz de que toda su vida les dieran cosas iguales, que los trataran como iguales y los vieran como iguales. Obviamente no era así, Óscar podía ser más necio y testarudo, fácilmente Imelda podía relacionarse con él y pedirle una opinión más objetiva. Mientras que Felipe era mucho más ocurrente, pues era quien podía sacarle una carcajada durante el desayuno con sus comentarios extraños.

El problema es que, a pesar de querer enfatizar sus diferencias, su comportamiento solía ser tan similar, y de forma inconsciente se imitaban el uno al otro. ¿Cómo se suponía que no debía confundirlos? Imelda había llegado a la conclusión de que les dijera que ellos eran tan distintos como antónimos. Eso los hacía felices, no dañaba a nadie, y tenía su parte de verdad.

Pero el hecho de que ella amara a sus hermanos no cambiaba el hecho de que comenzaba a dolerle la cabeza porque ellos no se podían poner de acuerdo en si los suéteres con los que habían salido eran los suyos o si los habían confundido, como normalmente les ocurría.

Exasperada, estaba por gritarles que se callaran de una buena vez cuando divisó el kiosco y ahí vio a Héctor, tocando su guitarra alegremente. Aunque esta vez no podía escuchar su voz dado que el parásito de Ernesto era el que cantaba mientras se hacía el galán con algunas jovencitas que ella conocía.

Un Poco LocoWhere stories live. Discover now