Capítulo 1

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Era el año 2035... Los seres humanos depositaban su esperanza en la tecnología, y la religión católica comenzaba a perder feligreses de forma precipitada que, su necesidad, ya era cuestionada. Había escasez de fe. Hacía una década que el Vaticano no se interesaba en la promoción de nuevos beatos y santos, cuando los existentes no hacían su tarea. Los diablos mortales estaban en apogeo... La existencia de Dios, ya no era una controversia interesante. Hacía falta un milagro.

Iraíla lo supo por cuenta propia. Lo reflexionó por cada vez que la ansiedad y la duda lucían bosquejadas en su rostro juvenil, como una tortura de dos filos en el valeroso corazón de un moribundo. Una sensación de muerte que experimentaba a cambio de un milagro ansiado y justo para el necesitado. Era el precio que debía pagar.

El espejo de la vida no miente. No había duda que se estaba muriendo por dentro. Un epitafio en vida que adoptó como parte de sus oraciones silenciosas, y que pronunció para sí, cada vez que entonaba una canción de ópera y la música escapaba de su cabeza para que la pudieran escuchar hasta los sordos. Cosa poseída, sobrenatural o milagrosa que ocurría, siempre que fuera la situación y el momento oportuno aprobado por alguien... ¿Quién? Basta con saber que no era de este mundo. Cómo podría serlo si la inteligencia humana tiene sus limitaciones.

La náusea la acosaba después del suceso. Parecía ácido en su garganta. Cada vez debió ayudarse con los dedos que sintieron el quemón del líquido baboso.

Un concierto de un solo tema era más que suficiente para cambiar una vida. Y la felicidad ajena, era su trofeo.

«¿Por qué yo?».

Debió preguntarse dentro y fuera de sus cabales desde el mismo día en que se enteró.

«Debo estar loca».

Se dijo una y otra vez por cada evento milagroso, hasta cuando comprendió por accidente que era el remedio para muchos males. No era precisamente la vida que había soñado. Lo que desconocía era la magnitud de su efecto. Ya habría tiempo suficiente para reflexionarlo.

Alix fue la primera en experimentar esa mágica sensación así no hubiera bastado para salvarla. Igual que el «don» de su hermana, ya estaba escrito su destino.

Jan Willevark, el padre de Iraíla, era holandés de la provincia de Groninga. Su madre: Gisele Naagerann, nació en la provincia de Tarragona de España. Fue un suceso inesperado cuando llegó un mes y medio antes del tiempo previsto del parto, que sorprendió a sus padres en un país ajeno en época de vacaciones. Un raro antojo de su madre.

Después del nacimiento regresaron a la provincia de Limburgo en Holanda, donde vivían. Por cosas del destino, Gisele y Jan, se conocieron en Madrid. Fue en un concierto en el campus de Somosaguas, ubicado en el municipio de Pozuelo de Alarcón. Giselle estudiaba licenciatura en Psicología en la universidad Complutense de Madrid. Una pretensión que creció desde la adolescencia, motivada por la idea de conocer su tierra natal, aquella que la intimó desnuda y la vio partir envuelta en pañales.

Se había transformado en una mujer medianamente alta, rubia, de figura atlética y belleza estilizada al natural, de piel lechosa, pelo largo y rizado que no consentía con esmero en un salón de belleza. Tenía por ojos, dos delicadas gemas ornamentales de color azul profundo incrustadas en su rostro, que la hacían ver sensual y espléndida. De allí brotó el chispazo para enamorarlo. Fue por la época en que Jan Willevark, afiebrado por la música, andaba de gira por algunas provincias de España. Probaba suerte con una banda poco fenomenal que, por las críticas y el alborozo de la juventud en un país extraño, pronto perdieron el impulso musical.

Jan tocaba el bajo, y fue precisamente como terminó la vida del instrumento: cubierto con una lona oscura y guardado en un baúl del sótano de la casa. Con el repentino fracaso polifónico, decidió quedarse en España para terminar de enamorarla, y cuando esto sucedió, retornaron a su país. Fue después de que diera a Luz, luego de graduarse.

A la par con el final de la carrera universitaria, Gisele había emprendido la carrera de ser madre. Iraíla nació en el municipio Pozuelo de Alarcón de la provincia de Madrid. Era madrileña y pozuelera. Como curiosidad, el nacimiento sucedió al contrario que el de su madre; cuando tenía un mes y medio de nacida, retornaron a Holanda. Vivieron en la ciudad de Rotterdam en el barrio Alexanderpolder. Se casaron, cuando su hija Iraíla estaba cerca de los tres años de edad. Su infantil belleza, era una milésima parte de lo que sería.

Ya para ese entonces, Gisele conocía bastante de su esposo. Era un hombre entretenido, generoso y fiel, pero también sofocante. Lo del matrimonio fue su idea con la esperanza de que mejorara su carácter. Accedió en complacerla para luego no tener que lamentarse de otra decisión de su esposa. Gisele desconocía que el matrimonio por la iglesia, no era un laboratorio de resolución de conflictos con tratamiento incluido.

La personalidad de Jan ya había sido moldeada. Era prepotente y terco. Lucía la pasión del facilismo en sus acciones. Nada que perturbara su espíritu terrenal. Nada que lo distrajera de sus programas favoritos de la televisión. Nada que lo sonsacara de las trivialidades de la vida. Nada que ver con lo que no había que ver.

Con el transcurrir del tiempo Gisele añoraba la época en la que lo conoció. Un suceso casual y místico difícil de repetirse. Era además escéptico por convencimiento paternal y creyente rara vez por conveniencia. Se pasaba la vida en un ambiente de incertidumbre y contradicciones. Sin embargo, el amor por su hija Iraíla, desde siempre, fue forjado de una naturaleza firme. Estaba lejos de imaginar que se convertiría en una aflicción para su orgullo. La más enorme pesadumbre que pudiera existir. Tan grande, que no cabría en su cabeza.

El ocaso de un milagroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora