Capítulo 40

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La segunda y última semana antes del viaje, comenzó en la casa de Antoon con la visita de Iraíla. Fue debido a ese sorpresivo dolor de cabeza profundo y entorpecedor, que repuntó al final de su luna de miel improvisada de un día. Ya antes lo había vivido pero no con la misma intensidad. Decidió tomar analgésicos que abundaban en la casa.

Con la aparición de un nuevo síntoma al segundo día, que consistió en una debilidad muscular en la pierna izquierda, y que dos días después se convirtió en un problema para caminar, al que había que sumarle la pérdida del equilibrio, Ezequiel decidió llevar a su hijo de inmediato a urgencias del hospital. Desconocían la urgencia médica que estaba experimentando, lo que indicaba, que estaban en el sitio correcto.

El médico le hizo un chequeo físico completo y le mandó exámenes de sangre. Los síntomas y los exámenes, diagnosticaron que se trataba de un accidente cerebrovascular trombótico. En lenguaje común, se trataba de un coágulo que se formó en una de las arterias y le causó el accidente al obstruir el paso de la sangre. También se le practicó una ecocardiografía, para descartar si había sido causado por un coágulo sanguíneo proveniente del corazón, lo que motivó a un monitoreo del ritmo cardíaco.

Debió tomar medicamentos para controlar el colesterol alto. Antoon jamás frecuentaba al médico por el supuesto buen estado de salud, cuando lo máximo que había combatido con medicamentos en sus diecisiete años, fue una gripe y algunas cefaleas sin consideración. Esta fue la causa, por la que era imposible conocer el desbalance del colesterol. Un enemigo silencioso que fue el responsable del estrechamiento progresivo de las arterias.

Por orden del médico, se le suministró un fármaco trombolítico para disolver el coágulo sanguíneo. La decisión médica no fue la acertada luego de que el tratamiento no fuera efectivo, cuando los síntomas, llevaban cerca de cuarenta y ocho horas de padecimiento. Eso complicaba el desenlace clínico.

Ante la evolución crítica de la sintomatología, era necesario recurrir a la cirugía para aliviar los síntomas y prevenir un nuevo accidente de este tipo. Fue la recomendación salomónica del médico que nadie quiso contrariar.

Era el quinto día de la segunda semana. Ya las maletas debían estar listas y el estado de ánimo por las nubes, pero era obvio que ocurría lo contrario. Y para colmo de males, la vida social estaba acelerando el ritmo. Se le asediada en cualquier parte a cualquier instante. Las invitaciones a eventos musicales, religiosos, académicos, las visitas cotidianas a su casa de desconocidos con cientos de pretextos, etcétera, se habían convertido en un acoso social. No faltó quien le pidiera el autógrafo.

Algún bendecido por uno de sus milagros que la consideraba santa, y el privilegio de tener la firma de una santa en vida, sería un acontecimiento tan grande, que su valor moral estaría por encima de la moralidad de toda una nación.

La felicidad del viaje sellado con besos, se fue desmoronando con la incertidumbre. El día del vuelo a Roma estaba encima. Siendo necesarios un par de días para exámenes de rutina y la cita con el anestesiólogo, la fecha del vuelo coincidía con el día de la cirugía programada y su consabida urgencia. Iraíla consideró la opción de cancelar el viaje, cosa que no fue vista con buenos ojos por el obispo Godewyn, según lo explicó por teléfono:

—No se trata de un viaje cualquiera ni de la logística relacionada con la estadía, que en asuntos eclesiásticos, es lo de menos. Pero mover la agenda del jefe del Estado del Vaticano y máximo representante de la iglesia católica en el mundo, es otro asunto, que en los mismos términos eclesiásticos, la prioridad es más alta que todas las enfermedades juntas en el desvalido cuerpo de su amigo. Lo siento. Tengo que colgar.

Y así lo hizo.

La burda respuesta le cortó el habla a Iraíla, y le sacó el malgenio que jamás había experimentado. El obispo tenía fama de irreverente, y no había duda, cuando en la expresividad de su rostro longevo, se notaba. Por el insulto del obispo, pensó seriamente en cancelar el viaje de forma absoluta. Era su vida, y la iglesia no tenía poder sobre ella.

Así se lo hizo saber en una carta dirigida a la curia, en un mensaje dejado en el buzón del teléfono al Obispo, y en un recado enviado a través del padre Ceferino. Pero allí no terminó el síntoma agresivo de las hormonas femeninas. Por su protagonismo místico y misterioso, Iraíla consiguió que en la televisión la entrevistaran para expresar su desagrado.

La noticia fue primicia de última hora en el horario nocturno, que debió irritar el alimento papal.

—Manifiesto mi enorme desconcierto con los ministros de la iglesia al recalcar que las ocupaciones del Papa, según lo ha declarado el obispo Godewyn, están por encima de cualquier insignificante enfermo. Si esto es así, ¿alcanzan a imaginar lo que vale un muerto para los vicarios de la iglesia católica? Esto lo divulgó, después de darle a conocer la dificultad de viajar por una emergencia médica de un amigo. Ante tal afrenta, declaro que no tengo nada que hacer en la ciudad del Vaticano, y menos, qué conversar con el Papa. Al parecer, desconocen que el acontecimiento de esta virtud milagrosa, está moviendo masas incansables de creyentes y no creyentes que, en términos eclesiásticos y humanitarios, la iglesia católica es la gran beneficiada al incrementar sus fieles.

La decisión de Iraíla de cancelar la audiencia con el Papa, se convirtió en un célebre enfado que le dio la vuelta al mundo.

El sabio mensaje, laureado por muchos y reflexionado por intelectuales de las distintas religiones, fue una bomba de neutrones a punto de explotar que puso a la iglesia católica en una arriesgada posición. Al tiempo, las religiones aprovecharon el chasco para invitar a Iraíla a unirse a su vocación.

Al obispo Godewyn, la valiente grosería le supo a excremento, cuando sintió que la bomba de neutrones había sido trasladada a su cabeza. Tenía la obligación moral, y la señalada desde el Vaticano, para remediar el insulto. Los ornamentos y el título ya se le estaban cayendo del cuerpo.

Fue la generosidad del padre Ceferino la que intervino por él, luego de que le pidiera el favor con la humildad de un ministro arrepentido. ¿Hasta cuándo? Esto ocurrió, porque Iraíla se negó a recibirlo. Su respuesta fue simple:

—El insulto fue personal, pero la disculpa debe ser pública, padre Ceferino, para que la acepte. Mi amigo debe escucharla y debe escucharla la Nación. En ella aceptará que fue toda su responsabilidad. No creo que el Vaticano esté conforme con salir salpicado por su atrevimiento.

Y así se dio.

Dos días después en el mismo horario, el obispo Godewyn debió soportar la vergüenza pública.

Antoon consideró que era suficiente el escarmiento, y convenció a su amiga para que reconsiderara el viaje. En resumen, había un cupo en el viaje a Roma o un ahorro. Iraíla le insinuó a Abigaíl sobre la posibilidad de que los acompañara, imaginando que para una religiosa emérita, conocer al Papa era todo un honor. Lamentablemente, el Papa debía quedarse con las ganas de conocerla.

Igual que su agenda, Iraíla tenía sus prioridades y primero estaba la familia. Antoon formaba parte de ella luego de lo acontecido. Quiso convencerla de lo contrario, pero el deber estaba tan arraigado en su moral, que si se hubiera valido de una pataleta para cancelar su compromiso de forma definitiva, era más fácil suponer el cambio de agenda por parte del sumo pontífice.

No fue así.

Iraíla extendió su queja a Dios en sus oraciones sin obtener respuesta, a lo que molesta manifestó entre dientes, cuando se hallaba a solas hincada junto a la cama antes de dormir:

—Si tienes algún problema, o molestia, o necesidad, Dios, no dudes en decirme, con gusto cantaré.

Se notaba que era una reprimenda.

El Todopoderoso debió sonreír con la ocurrencia.

El ocaso de un milagroWhere stories live. Discover now