Capítulo 8

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Iraíla salió del hospital y se apresuró en marcharse para su casa. Por tres días se abstendría de ir a visitarlo. ¿Qué le diría? Ya no era el cuerpo sin emociones que contempló infinidad de veces. ¿Y si la joven aquella, la supuesta novia, había regresado al enterarse que despertó? Por su generosidad y sacrificio, ahora tenía nuevas preocupaciones gratuitas. No había duda que se moría de ganas de hablar con él. Se supone que esa era la intención si Dios lo permitía. Y fue justamente lo que sucedió.

Precisamente, fueron la generosidad y el sacrificio, lo que no dimensionó su corazón enamorado. Ése, había sido un esfuerzo desmedido que implicaba mayores abusos de salud. Habría de pagar las serias consecuencias de su despilfarro emocional, con severos dolores de cabeza que la mantendrían distanciada de sus compromisos.

La noche se hizo eterna, igual que los quejumbres. Su padre no se dio por enterado y se marchó al trabajo de madrugada. A Gisele, la profesión le había facilitado distinguir la intuición entre sus pensamientos, y sabía que algo no andaba bien con su hija.

—Debemos ir al médico —le dijo en el dormitorio al visitarla, sentada al borde de la cama—. No es normal, que de repente tengas esos síntomas. ¡Mírate al espejo! Tienes la apariencia de haber sido abofeteada por una infección... quien sabe cuántos días. Las enfermedades tienen color, y eres un lienzo blanco en el que todos los detalles se notan con facilidad, hija.

Se acercó para tocar su rostro y detectar síntomas de fiebre. Estaba fría.

—Es una fuerte migraña, mamá. Pero no una catástrofe. Por desdicha, coincidió con ese perturbador cólico menstrual que me cobra los intereses cada mes. Ya sabes... Ya pasará. Tomé el medicamento para cada malestar.

Por la intranquilidad reflejada en el rostro de Gisele, debió pensar que no era lo uno ni lo otro lo que estaba severamente bosquejado en el rostro de su hija.

—Debo ir al trabajo. Come algo. Tampoco es bueno que la comida se pudra en el refrigerador. Y bebe algo... Nos vemos, amor. Me llamas si me necesitas.

Le dio un beso en la frente y se marchó.

—Llama a tu amiga Saray —le voceo desde la puerta de salida.

—No te preocupes, mamá. Es a quien menos debo llamar ahora. Con su sagacidad, no creerá una palabra de mi enfermedad y tratará de sacarme la verdad. La conozco —respondió en voz baja sólo para ella, mientras recogía su cuerpo entre la manta y lo halaba hasta la altura de su cuello.

Su amiga estaba enterada de sus frecuentes visitas al hospital, aunque no con todos los detalles y fogosidades...

Después del momento milagroso, Antoon no paró de mover los ojos, como si estuviera haciendo un reconocimiento del lugar. Sus lagrimales sobrevivieron a la sequía por dieciséis largos y extenuantes meses, uno por cada año de vida de su salvadora, y de pronto, vertían lágrimas frescas. La magia de la voz las retornó de la muerte.

Aquel día, las emociones de Iraíla crearon su propia partitura. Una tonada angelical que se podía leer en su rostro. Para él, acababa de despertar de un sueño pesado, y sin que la conociera, ya extrañaba desde el día anterior a su salvadora. Su tía todavía no se atrevía a contarle lo que había sucedido desde tres meses atrás. Lo haría más tarde.

El ocaso de un milagroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora