Capítulo 60

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El padre agarró el bastón y rengueó hasta el balcón de la casa que quedaba a un costado de la iglesia, desde donde se podía apreciar la comunidad.

Se sintió como el pequeño Papa en su pequeña plaza.

—¡Por Dios! ¡Santa Iraíla! —dijo el padre Ceferino—. Si sigues haciendo milagros me harás morir antes de tiempo.

—¡Padre Ceferino! —dijo el segundo sacristán que ascendía las escalas apurado.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó.

—Debe ir a la iglesia, padre... Tiene que verlo...

Con la expresión del rostro asustado del sacristán, y a punto de perder el habla por la asfixia..., el eclesiástico no quiso profundizar en el tema, y prefirió ir a ver con sus propios ojos. Fue necesario apoyarse en el hombro del sacristán asustado para descender las escalas, motivado por la premura de lo que se desconocía.

El camino fue largo para sus años y la rodilla inflamada. Al llegar a la iglesia, algunos de sus ayudantes se encontraban distantes del altar, temerosos de acercarse al piano, que en un largo sostenido melancólico de una de las teclas, cuando el eco revoloteaba como un pájaro herido, se percibía el anuncio de una tragedia.

La cabeza de Antoon reposaba desnuda de miedos sobre el teclado. El lenguaje de su mirada muerta en dirección a la santa, expresaba una satisfacción de libertad absoluta a cambio de una agonía hiriente. Sus manos colgaban pesadas luego de haber perdido la sensación de vivir. El teclado había quedado huérfano. Y su cuerpo desabrido por la carencia de energía, ya no estaba interesado en los asuntos terrenales.

La santa Iraíla había recibido su alma como un obsequio de cumpleaños. Un obsequio para siempre.

La iglesia permanecía cerrada. Los comentarios suscitados por las correrías de los eclesiásticos, fue motivo para sospechar que algo ocurría. Por sus condiciones religiosas y la cercanía con el padre Ceferino, Abigaíl y Gisele, decidieron ingresar por la puerta lateral de la iglesia. Desconocían lo que les esperaba.

El padre Ceferino quedó mudo ante el espectáculo, pero luego de recuperar la razón, susurró:

—Con que de esto se trataba. Ya lo sabías... —comentó.

Nadie comprendió el comentario. Se acercó hasta Antoon, revestido con la armadura sacerdotal para darle la bendición. Entonces llegó Abigaíl. Un grito arrancado a la fuerza, la doblegó sobre su cuerpo para acompasar la nota de dolor en el piano. No lo sufría como su tía sino como su madre.

Gisele supuso que había sido obra de su hija.

Todos conocían las enfermedades de Antoon: los accidentes cerebrales y el amor. Las mismas que fueron calmadas con la muerte. Su padre Ezequiel no tardaría en llegar y tendría que reponerse a su dolor, aceptándolo. Sabía que tarde o temprano, ocurriría.

El obispo Godewyn fue enterado por el padre Ceferino de lo sucedido. La misa y el canto de cumpleaños de la santa debieron esperar por aquel día. Era necesario atender los asuntos policiales, y luego, era obligada una misa de sanación en el templo precedida por el propio obispo. No dudó en estar de acuerdo. Ya había conocido el enojo de la santa en vida, y era mejor no injuriarla ahora que estaba muerta, y que el nuevo muerto era su amigo, cuando su influencia podía ser mayor.

Nadie quiso especular de su muerte como si hubiera sido otro milagro de la santa, cuando los escépticos vivían hambrientos de novedades y al acecho para nuevas crucifixiones.

Era de suponer la enorme pregunta que hubiera espolvoreado dudas, cuando la gente es desagradecida y olvidadiza: ¿QUÉ CLASE DE MILAGRO ES ÉSE?

No faltaría quién, quisiera bajar de su pedestal a la santa y acusarla de homicida. Fue su padre quien luego de verlo tendido sobre el piano, en el preciso momento en que llegara la policía, lanzó su paternal comentario entre sollozos quebrados como el cristal, para desvirtuar los ponzoñosos y aventurados pensamientos.

—Sabía que esto iba a pasar, el médico lo pronosticó después de la cirugía... Su cerebro estaba propenso a más aneurismas.

El culpable fue un nuevo aneurisma. Fin de las murmuraciones.

Ezequiel debió revivir la historia de su esposa con la muerte de su hijo. En el sepelio se le notó la pérdida de la felicidad. Ya no había razones para sentir alivio. Entre sus oraciones, lo despidió con la derrota de su amor interior. Los cánticos religiosos fueron entonados por el coro, y se sintieron desabridos, cuando todos estaban amilanados por la pérdida. Pero el alma de Antoon que viajaba en busca del amor extraviado, no había duda que tropezó con aquella voz revestida de la lírica celestial, que lo conduciría y despojaría de sus miedos.

Ezequiel habría de regresar a su casa, para sumarle a la vida de la que ya no quería saber nada, los diecisiete años de su hijo; igual que antes le había sumado los veinte años de su esposa. En poco tiempo se le notaría el envejecimiento. Nuevas dolencias y el fortalecimiento de alguna enfermedad escabrosa, podía imaginarse. Era cuestión de esperar. Abigaíl la pasó todo el tiempo aferrada al féretro. Si hubiera habido espacio, se había metido con él.

El ocaso de un milagroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora