CAPÍTULO VII

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Alma no fue directamente al salón cuando llegó a la casa, sino que subió a su habitación y se tiró sobre la cama, dispuesta a echarse una siesta o algo parecido.

De pronto le había entrado un cansancio tremendo, pero en cuanto tocó el colchón, se le pasó de golpe.

Gruñó con la boca pegada al edredón. Odiaba cuando le pasaba eso, y últimamente era demasiado a menudo.

Se dio la vuelta en la cama y extendió los brazos en cruz.

Suspiró y cerró los ojos.

No se dio cuenta del momento en el que se quedó dormida, y cuando dos horas más tarde Evon le tocó el hombro, preocupado, se levantó de un salto.

—¿Qué pasa? —chilló, como acto reflejo.

Evon se rió entre dientes.

—Vamos a comer... ¿tienes hambre?

Ella tragó saliva. Se quedaron mirándose a los ojos unos instantes, como evaluándose mutuamente. Ninguno de los dos parecía estar muy cómodo en esa situación.

—Sí, bastante, la verdad —reconoció.

Le siguió mansamente hasta el comedor, donde parecían pasar casi todo su tiempo, y frunció el ceño levemente al ver tres pizzas enormes cubriendo prácticamente toda la extensión de la mesa. Los chicos la miraban, cada uno de una manera diferente. En general eran todas buenas miradas, excepto la de Neo que era recelosa. A Alma Neo le importaba más bien poco.

Se sentó en la silla que habían reservado para ella con el ceño aún fruncido.

—¿Pasa algo? —le preguntó Eiro.

—No, nada, es sólo que... ¿no cenasteis pizza ayer?

Eiro asintió.

—¿Por qué?

—¿Cuántas veces coméis pizza a la semana? —siguió preguntando.

—Como... cuatro o cinco días... más o menos —aproximó Eiro con normalidad, agitando la mano en señal de aproximación.

Alma abrió mucho los ojos.

—¡Qué barbaridad! —exclamó— ¿Por qué hacéis eso?

Se encogió de hombros.

—Ninguno sabe cocinar ni suele tener ganas de aprender, y las pizzas nos gustan —dijo con sencillez.

Era impresionante. Siempre se había quejado de la comida que le preparaba su abuela, de las verduras (que odiaba con todo su corazón), pero en el fondo sabía que era por su bien, porque había que tener una dieta equilibrada y todo eso. Había dicho en broma varias veces lo de comer pizza todos los días, pero nunca se hubiera planteado hacerlo en serio, y menos que hubiera alguien que sí lo hiciera. Qué barbaridad.

—Tenéis que tener el estómago fatal —concluyó Alma. Luego se pasó una mano por la frente, cansada y resignada— Haremos una cosa... yo tampoco sé cocinar, pero, ya que parece que voy a pasar una temporada aquí, me esforzaré en aprender algo para que comáis bien y crezcáis fuertes y sanos y todos esos rollos de madre.

Los chicos se carcajearon ante lo de "crecer fuertes" y Alma no pudo menos que sonreír al darse cuenta de la tontería que acababa de soltar. No había chicos más fuertes que aquellos.

No es que ser ama de casa fuera su sueño en la vida, y le resultaba un tanto frustrante tener que ser ella, como única chica, la que se dedicara a ello, pero no veía otra manera de entretenerse además de leer.

Mientras Alma cogía un trozo de pizza, Eiro se maravilló por la velocidad a la que la chica había asimilado el hecho de tener que quedarse con ellos por un tiempo, hasta que descubrieran cómo quitarle el amuleto. Y eso no iba a ser nada fácil, teniendo en cuenta que era algo que nunca antes había ocurrido y por tanto no tenían la más mínima idea de por dónde empezar.

Los guardianes del AmuletoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora