CAPÍTULO XXXIX

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- Un punto débil, ¡un punto débil! ¡Como si no fuera algo fácil de deducir sin su estúpida ayuda!- vociferaba Lamidala mientras se dedicaba a dar vueltas enardecida por toda la caverna que hacía las veces de una especie de habitación.

Llevaba varios días pensando en esa absurda pista, en cómo le parecía no haberse enterado de nada y haberlo comprendido todo al mismo tiempo. Era como si la respuesta estuviese enfrente justo de sus narices, haciéndole burla pero escapándose de su alcance en cuanto estiraba la mano para agarrarla.

Sabía que era algo que se le escapaba. Tenía que pensar desde el punto de vista de una bruja... ya que la posibilidad de arrancarle el cerebro a Termea y descubrir lo que había querido decir estaba, por el momento, fuera de la mesa.

- Entonces...- reflexionó, con una garra encima de la dura y fría roca que constituía las paredes de la estancia- probablemente debería pensar como un humano... y descubrir sus puntos débiles. Es un comienzo.

Lamidala tenía la mala costumbre de hablar sola. Y sabía que era una mala costumbre porque cualquier día podría escucharle otra arpía, bien de casualidad bien a propósito, y las cosas en ese caso estarían muy mal para ella.

- ¡Yeónida!- chilló con toda la fuerza de sus pulmones. Y la fuerza de los pulmones de una arpía es más que considerable.

Se oyó retumbar el grito de Lamidala en toda la guarida de las arpías, lo cual era su intención. En menos de dos minutos una arpía pequeña y escuálida temblaba ante la entrada a la caverna. En términos humanos, no debía aparentar más de quince años. Aunque en realidad tuviera ochenta y dos.

- ¿Quería algo, señora?

Lamidala sonrió para sí, como hacía cada vez que oía a alguien tratarla con tanto respeto. Le encantaba.

- Tengo una misión para ti.

Los guardianes del AmuletoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora