Continuaron el camino en silencio, sumidos en una complicidad callada. Al girar en una curva, atravesaron una amplia avenida de edificios altos y desgajados. Un vapor pestilente surgía de la boca de una alcantarilla, condensándose en el ambiente frío del exterior y creando una nube fantasmagórica y blanquecina. Entre las puertas oxidadas y chirriantes y detrás de las ventanas sin cristales de las grandes moles de ladrillo se dibujaban algunas siluetas que llamaron la atención de Gabriel. Eran durmientes: Hombres, mujeres y niños de rostros cenicientos y miradas perdidas. Detrás de una ventana rota, tras el harapo de lo que antaño fueran cortinas, una familia se sentaba en un sofá desvencijado en el que las larvas y las cucarachas devoraban restos de gomaespuma podrida. Sus ojos opacos estaban fijos en un televisor con el vidrio quebrado y una gruesa capa de polvo sobre la caja. El hombre alzó la mano con un movimiento lento y pesado y dobló el pulgar, como si presionara el botón de un mando a distancia. Gabriel volvió la cara, con el pudor que despiertan las tragedias ajenas y se centró en la carretera. «Así éramos nosotros», se dijo. ¿Cuántas veces no había realizado él la misma operación, cambiando de canal un televisor que en realidad no estaba ahí, viendo transcurrir ante sus ojos historias inexistentes dentro de la inexistente historia de su vida en la Ilusión? ¿Qué habría comido cuando creía comer? ¿Qué habría bebido cuando creía beber? Pensó en la universidad, en sus alumnos, y los imaginó sentados, despeinados y ausentes, escuchándole cuando él puede que ni siquiera estuviera allí. Pensó en Sara, con cansada tristeza. ¿Existían, Sara y sus alumnos? ¿Habían sido reales alguna vez? Las experiencias que había tenido con ellos, la gratificación de la enseñanza, la comodidad de la relación con Sara y las muchas incomodidades… ¿todo eso había sucedido, o no? Trató de hallar recuerdos en su mente, pero nada le parecía demasiado claro.

—Esta zona es más tranquila. Por lo visto, la mayor parte de los enfrentamientos son al este y al sur. Por el fuego, quiero decir. Eric me dijo que era el campo de batalla.

La voz de David le apartó de aquellas oscuras reflexiones y asintió, echando un vistazo alrededor.

—Eso parece —admitió el profesor—. Aquí no hay barricadas, ni tampoco hemos visto a nadie de la Resistencia. Aunque supongo que eso no tiene por qué significar nada.

David entrecerró los ojos y se le acercó más para susurrarle.

—¿No tienes la impresión de que nos evitan?

A Gabriel le dio la sensación de que imprimía un innecesario balanceo seductor a su cuerpo, pero no supo decir si era casual o el chico lo había provocado a propósito.

—¿Quiénes?

—Todos. No nos hemos topado con ningún bicho desde que salimos del centro comercial, ni tampoco hemos encontrado a nadie más.

Gabriel se encogió de hombros.

—No lo sé. Es posible. No obstante, ten en cuenta que la ciudad es muy grande, mucho más grande de lo que parecía al otro lado. Puede que sea simple casualidad.

Sus tránsitos a lo largo de aquella urbe de pesadilla le iban haciendo formarse una idea más clara sobre sus dimensiones y disposición. El Barrio Alto, en el que Solomon les había indicado que residían los Vigilantes era el menos deteriorado de todos. La zona que lo rodeaba, ese cinturón que lindaba con el centro de la ciudad más allá del parque, parecía encontrarse en un estado de abandono reciente, lo cual le llevó a pensar que eran territorios perdidos por los Vigilantes hacía poco tiempo. En pleno centro se encontraban los enormes ventiladores y los edificios tenían un aspecto mucho más grotesco y siniestro, con vigas retorcidas, herrumbre por doquier y grandes torres de acero con los cristales estallados. Allí la oscuridad y la niebla eran muy densas y el alumbrado eléctrico parecía no funcionar. Al este y al sur, como bien había indicado David, se veían multitud de hogueras y barricadas y era frecuente avistar sombras correteando en los callejones o ver deslizarse a los miembros de la Resistencia entre los bloques de viviendas. También había coches, aunque hasta el momento todos los que había visto estaban parados. Más allá de los suburbios, los vehículos se amontonaban en las autopistas de salida de la ciudad, vacíos, con las puertas y las ventanas abiertas, los neumáticos desinflados y las lunas llenas de polvo y hollín. Al sur, en lo que fuera la zona industrial, la situación era ruinosa aunque no se veían señales de conflicto abierto. Y pese a que David y Gabriel habían tenido algunos desencuentros con las pesadillas en aquel lugar, el Barrio Viejo parecía ajeno a todo aquello, sumido en la luz cálida de sus faroles y manteniendo sus enigmas ocultos, a buen recaudo.

Flores de Asfalto I: El DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora