Capítulo 31

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Gabriel

—Sí que parece una ciudad en guerra.

La voz de David resultaba reconfortante. En medio de toda aquella decadencia, del paisaje deprimente y el constante zumbido de los motores y el gemido de las aspas de metal de los ventiladores —girando, siempre girando, incansables— su timbre de contratenor era como una caricia. Habían dejado atrás el centro comercial hacía un buen rato y caminaban en dirección al Barrio Alto. A Gabriel no le había parecido muy prudente tomar el metro, mucho menos ahora, con David tentando a todas las criaturas de la ciudad con su presencia. Yendo a pie podría controlar mejor si les seguían, en qué dirección venían o qué les acechaba.

En cierto modo, Gabriel entendía a las pesadillas. Él no lo era, pero no le extrañaba en absoluto que codiciaran a aquel joven awen hasta el punto de arriesgar sus propias vidas. No era sólo por su belleza, que resaltaba como una gema en medio de la ciudad, sino por el aura de pureza y esperanza que parecía rodearle. El chico caminaba a su lado con esa forma suya tan peculiar de moverse que le delataba cuando estaba nervioso o excitado por algo: las manos en los bolsillos y los gestos algo bruscos, desabridos, de un rebelde sin causa.

—Más bien, abandonada —añadió el profesor.

David arrugó el entrecejo, echando una mirada en derredor. Su movimiento marcó de luz la curva del cuello cuando el resplandor de las farolas brilló sobre su piel, y Gabriel se le quedó mirando, presa de la fascinación. «Parezco gilipollas», se reprendió, al darse cuenta de que se comportaba como un adolescente enamorado. Pero la otra parte de sí mismo, esa que había despertado recientemente a la consciencia, no dejaba de regocijarse, de emocionarse con cada matiz que manifestaba la existencia de su awen. Dios, cómo le había echado de menos ese Gabriel. Cómo había anhelado su cercanía, cómo le impelía ahora, a cada rato, a besarle, a tocarle, cómo le llenaba la mente con los deseos impropios y casi obsesivos de poseer su cuerpo, su alma y su vida misma.

—No sé, muy abandonada no parece —observó el chico—. Cuando menos te lo esperas sale uno de esos bichos de una esquina. Aunque hace rato que no hemos vuelto a ver ninguno.

Mientras hablaba, Gabriel observó que iba ganando altura.

—¿Puedes dejar de hacer eso?

David le miró de reojo con dignidad ofendida.

—¿Qué pasa? Estoy intentando practicar.

—Pues practica en otro momento —replicó el profesor, frunciendo el ceño con su mejor expresión de severidad—. Me pones nervioso.

El chico suspiró y descendió hasta tocar el suelo con los talones. Se contentó con andar a su lado, imitando el donaire de una estrella del rock.

—A veces eres más sensible que un niño autista —murmuró.

—No soy sensible. —Gabriel se irguió, ligeramente ofendido—. Es que vas a llamar la atención.

David se sonrió con disimulo. Disfrutaba haciendo saltar sus pequeñas manías.

—¿Y qué? —Se encogió de hombros con suficiencia—. Que vengan. Ya has oído a Solomon, yo te hago invencible, así que no tienes más que sacar la espada y acabar con el problema.

—No es tan sencillo —mintió, mientras su otra parte le decía: «Sí, sí es tan sencillo. Además, estoy deseando que surja la ocasión»—. Mejor que no haya necesidad.

—No te preocupes tanto.

—Tengo que preocuparme. Es mi función.

David le dirigió una mirada socarrona y se rió entre dientes. Gabriel se resignó y le puso la mano en el hombro para asegurarse de que no volviera a levitar. A él no pareció importarle.

Flores de Asfalto I: El DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora