Capítulo 12

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1 de febrero – Gabriel

A partir de cierto momento en su vida, Gabriel había tenido muy presentes las cosas que se suponen y las cosas que uno debería. Cuando todo dejó de tener sentido, cuando la cordura parecía sostenerse a duras penas, aprendió a aferrarse a esas cosas, a las convenciones sociales. Cuando uno no está muy seguro de querer cumplirlas, de ajustarse a esos cánones, las enuncia así: «Se supone que tengo que hacer esto», o «debería hacer aquello».

Se supone que un hombre, para ser feliz y normal, debe cumplir una serie de condiciones, a saber: Un trabajo que le realice moderadamente. Un buen lugar donde vivir. Una pareja que colme sus necesidades emocionales y fisiológicas. Unas relaciones sociales saludables. Hacer ejercicio, llevar una vida sana y tener independencia económica.

Se supone que un hombre, a partir de los treinta años, comienza a plantearse una serie de objetivos que se consideran «maduros». Formar una familia, mudarse al extrarradio, comprarse un coche mejor, ascender en el trabajo, abrirse un plan de pensiones.

Eso era lo habitual. Eso era lo que se esperaba. Agarrándose a esos parámetros que se repetían una y otra vez a su alrededor, en las vidas de otros, Gabriel había intentado encajar en la normalidad. Había embutido su vida en esas premisas. Se había esforzado. Se había esforzado mucho, no sólo por el deseo de sentirse parte del mundo, aunque tuviera visiones, sueños que no podía explicar y premoniciones que nadie más tenía. No sólo por el deseo de parecerse a los demás: también por su propio bien.

Había buscado una casa pequeña pero luminosa. Había comprado muebles neutros y la mantenía recogida y ordenada. Era una casa que le permitía conservar la calma, mantener el equilibrio interior, contener esa violencia, ese fuego arrebatado que se le prendía por dentro si perdía el control. Era una casa lo suficientemente equilibrada para que toda idea de lo sobrenatural quedara desterrada de inmediato a la luz de una lámpara fluorescente o ante la sola imagen de un lector de dvd. La tecnología, de alguna manera, parecía negar lo sobrenatural, como si en una misma realidad no pudieran convivir ambas cosas.

Su estilo de vida al completo estaba enfocado a permanecer en ese estado de sosiego, casi de letargo, a evitar que despertase la llama que tenía dentro y a negar toda experiencia o sensación premonitoria o inquietante que no pudiera explicarse. Había organizado toda su vida a tal efecto para desterrar de ella la violencia instintiva y las experiencias extrañas.

Y sin embargo, mientras abría la puerta del apartamento a duras penas, con el chico en brazos, entrando y saliendo de la inconsciencia, se sentía más liberado y más relajado que nunca.

Se supone que un hombre feliz y normal no tiene esa clase de emociones después de haber experimentado la premonición. Y mucho menos, después de haber matado a un tío, aunque fuese un cabrón como Lieren. Se supone que uno debe estar en estado de shock, o sentirse terriblemente mal, o terriblemente bien si eres un loco o un psicópata… aunque para ser sinceros, Gabriel no sabía exactamente cómo se comportaba un psicópata. A lo mejor él lo era.

Pero ni siquiera encontrarse con ese pensamiento en su cabeza le perturbaba en esos momentos gloriosos, en los que el Universo entero parecía haberse situado exactamente donde debía estar. La certeza de haber hecho lo correcto resplandecía firmemente. Se sentía bien porque había realizado un acto que era esencialmente bueno. El hecho de saber que Lieren era otra persona, otro ser humano, un semejante, no le hacía cambiar de parecer. Persona, ser humano, quizá. Pero un semejante, de ninguna manera.

¿Y en qué estribaba la diferencia?, se preguntaba a sí mismo. Y a sí mismo se respondía: Lieren era Malo. Era Malo y tenía que ser exterminado, como todo lo Malo que no puede dejar de ser Malo y nunca dejará de ser Malo, irredimible e irredento. Que Lieren hubiera dejado de existir era Bueno. Bueno Para Todos.

Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now