Capítulo 3

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15 de enero – Gabriel

El aula se había vaciado por completo en cuestión de segundos. No habían acudido muchos alumnos y los pocos que lo habían hecho habían salido por piernas como impulsados por un resorte en cuanto apagó las diapositivas, encendió la luz y dijo «es todo por hoy». Era lo habitual los viernes. Los chavales tenían la teoría de que faltar a clase los viernes era algo más que justificado, y quizá tenían la esperanza de imponer una nueva rutina oficial a fuerza de costumbre, pero a Gabriel le daba igual. Él daba su sesión de la misma manera, fuera el día que fuera.

Estaba recogiendo sus papeles y pensando en la cena esperada cuando alguien irrumpió en la sala al tiempo que el último alumno se marchaba. Gabriel alzó la mirada y se encontró con una imagen inesperada. El chico llevaba gomina en el pelo y otra de esas camisetas raras, con hebillas y cuello cerrado. Una vez más vestía completamente de negro y sus botas gigantescas resonaban sobre el suelo de linóleo. También llevaba los ojos pintados, delineados con lápiz oscuro; brillaban como estrellas verdes. El flequillo largo le caía sobre el rostro mientras que las puntas de su cabello se disparaban hacia arriba en la coronilla.

Cain se le acercó, con una sonrisa maliciosa y un brillo divertido en los ojos.

—Hola, profe.

—Hola, hijo de la noche —replicó él, santiguándose con fingida solemnidad—. Pareces un vampiro.

—Qué gracioso eres. —El joven ladeó la cabeza, con una sonrisa desdeñosa—. Al poco de marcharme recordé que eras profesor de historia, pero no sabía que también eras humorista.

Gabriel no respondió. Cerró el portafolios y puso las manos sobre la mesa, observando al joven. Cain le estaba dedicando una mirada lenta, estudiándole, y parecía que algo en él o en aquella situación le resultaba divertido.

—¿Qué puedo hacer por ti? —dijo al fin el profesor.

—Me preguntaba… —hizo una pausa y se pasó el dedo por debajo del labio inferior, pensativo, como si buscase las palabras adecuadas—. Cuando dijiste «puedes quedarte cuanto quieras y marcharte cuando te apetezca», ¿era literal?

Gabriel frunció el ceño y se inclinó hacia adelante. Cain se apartó el flequillo del rostro, con una sonrisa y un mohín.

—No sé si te entiendo.

—Tu casa es muy bonita. Tienes una habitación para invitados, y yo estoy buscando piso para compartir. He visto tu anuncio. Y puedo pagarte el alquiler que pides.

El profesor disimuló su asombro y volvió a sentarse en la silla, mirando al joven desde abajo. Cuando le había rescatado de la lluvia, la semana anterior, le había parecido frágil y perdido, pero ahora más bien parecía un espectro burlón, con aquella sonrisa ambigua y sus gestos exagerados.

Se preguntaba por qué el chico no prefería vivir con estudiantes, con gente de su edad. Eso habría sido lo normal, lo habitual. Entrecerró los ojos, dándole vueltas al asunto, y luego unió las yemas de los dedos. Tenía que tomar una decisión. Recordó cómo el chico se había quedado dormido en su sofá. Entonces, Gabriel le había mirado y se había dado cuenta de lo relajado que estaba su semblante. «Tal vez necesita un refugio. Y es cierto que eso es lo que yo le ofrecí, sin darme cuenta».

Gabriel tenía una gran percepción a la hora de averiguar cuándo alguien estaba en problemas. Le había costado años fortalecerse hasta que aprendió a ignorar aquel sexto sentido y dejar que cada cual se las arreglara por sí mismo, y se había esforzado en ello por su propio bien. Pero este chaval le transmitía una sensación demasiado trágica y, por alguna absurda razón, no estaba del todo seguro de que su tragedia no fuera asunto suyo.

Flores de Asfalto I: El DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora