Trata de capturar la sombra

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—Menuda está cayendo —murmuró Miyamoto, mirando por la ventana.

Aquella tarde el agua de la tormenta caía sobre la extensa ciudad de Tokio, mermando considerablemente su actividad general. Los coches circulaban con menos frecuencia, las voces y risas de la calle de abajo se habían visto sustituidas por el chapoteo acelerado de los zapatos sobre la acera. Nadie llamaba el timbre del despacho de Tori. Absolutamente predecible a su parecer. ¿Quién saldría de casa con semejante chaparrón en la calle?

—Voy a salir —dijo de repente, desafiando a sus pensamientos y levantándose de delante de la enorme pila de informes policiales que le había tocado revisar. Era una torre de folios del tamaño de su torso, ordenada minuciosamente por fecha de clausura y tipo de caso.

—¿Qué? ¿A qué? Te va a caer un rayo encima —apuntó el chico algo confundido volviendo a dirigir la mirada a su jefa.

Victoria Eastwood era una mujer joven de mirada dura y boca permanentemente crispada en un gesto acusatorio. Más allá de eso, su pelo largo y facciones aniñadas la hacían parecer más dulce de lo que realmente era, así que la gente acababa pagando caro los intentos de interacción cariñosa que trataban de mantener con ella. A día de hoy, solo Miyamoto sabía cómo tratarla, y solo porque Tori se lo permitía, no porque este último tuviera especialmente desarrolladas las habilidades sociales. 

—Café, algún bollo si quedan de esos rellenos de crema —contestó mientras se colocaba la gabardina y tomaba la bufanda negra del perchero de la entrada junto con las llaves, llevándoselas al bolsillo derecho, contrario a donde llevaba la cartera—. Ya lo sé. Te traeré ese mocca. Lo sé, sacarina, no azúcar —repitió, como cada vez que Miyamoto intentaba recordarle cómo le gustaba tomar la merienda.

Se conocían desde hace una eternidad a ojos de ambos. Hiroyuki Miyamoto había estado presente mucho antes de que Tori hubiera puesto el pie en Japón hará unos seis años atrás, cuando dejó Irlanda. Casi inseparables, no existía otra posibilidad en la vida de los dos que no fuera acabar trabajando juntos. Aunque Miyamoto no es que cobrara especialmente una fortuna, no lo necesitaba, para él era suficiente recompensa ayudar a su amiga. Efectivamente era un idiota.

La chica salió sin decir nada más y bajó las estrechas escaleras hasta la puerta de la calle. La gruesa lluvia le salpicó la cara nada más salir y no tardó mucho en abrir el paraguas con presteza.

La calle estaba liberadoramente vacía y Tori se encontró vagando relajadamente en sus pensamientos con la mirada fija en los charcos que le mojaban las botas. La cafetería no estaba lejos pero no había prisa. Nadie necesitaría a una detective un día de tormenta como aquel. Los crímenes se cometen en su mayoría cuando hace calor, se dijo a sí misma para justificar su paso desprovisto de rapidez.

Al llegar a la cafetería echó un rápido vistazo al expositor, buscado con avidez su bollo de crema favorito, pero no lo encontró. Un pequeño cartelito adornaba la pequeña bandeja y se podía leer en el "Agotado, próxima remesa en 30 minutos, perdonen las molestias". Victoria maldijo por lo bajo. No podía esperar treinta minutos, eso ya sería abusar, quisiera admitirlo o no, seguía en horario laboral, y para ella el trabajo era lo primero. A día de hoy sigue siéndolo.

Tori esperó su turno mientras observaba a su alrededor y escuchaba la monótona voz del hombre que narraba las noticas del día.

—El cuadro impresionista del pintor frances...

—Un mocca con sacarina y un café con poca leche, por favor —pidió mientras metía la mano en su bolsillo izquierdo para buscar la cartera.

—... en la mansión del distinguido magnate empresarial...

—¿Desea algo más? —ofreció la chica al otro lado de mostrador.

Tori negó con la cabeza rápidamente pero un último atisbo de esperanza cruzó sus pensamientos racionales y se quedó anidando en su subconsciente. Había que intentarlo.

—Por casualidad no quedará alguno de esos bollitos rellenos de crema, ¿verdad?

—... cuadros más caros jamás acogidos en nuestro país...

La dependienta la miró e hizo un pequeño gesto negativo con la cabeza.

—Lo siento mucho señorita, el último se lo llevó un chico hace algunos minutos. Si espera un poco más puedo servirle de la siguiente tanda...

—No hace falta, me llevo las bebidas, muchas gracias —dijo finalmente Tori, pagando con las monedas de su cartera y saliendo de la cafetería volviendo a abrir su paraguas. Se dijo a sí misma que si no hubiera perdido el tiempo por el camino divagando, ese bollo sería suyo.

Mascullando dentro de su mente, se paró en medio de la multitud congregada delante del paso de peatones, esperando pegados unos a otros -alguien incluso llegó a rozarle el hombro- a que el semáforo les diera la indicación de pasar.

Minutos más tarde Tori ya había llegado delante de la puerta de su portal y la lluvia se había vuelto más liviana y parecía flotar en vez de caer en picado contra la tela de su paraguas. Cuando se dispuso a abrir la puerta se topó con la forma de su cartera en el fondo del bolsillo, y ahí se dio cuenta de que había metido las llaves en el bolsillo contrario.

La cara de Victoria se crispó en un gesto helado, mientras un escalofrío le recorría la nuca al sentir, como en el lugar donde deberían estar sus llaves, había uno de los bollos de crema que tanto había deseado junto a una pequeña carta de papel blanco tímidamente salpicado por gotas de la lluvia. Dejó caer el paraguas y la lluvia comenzó a empaparla de arriba a abajo.

La chica se giró rápidamente sobre sí misma y trató de distinguir alguna figura a lo largo y ancho de la calle, pero allí no había nadie.

Abrió la carta rápidamente y en su interior encontró una nota pulcramente escrita con tinta de pluma que sinuosamente empezaba a difuminarse por el agua que le caía encima.

Trata de capturar la sombra.

Consiguió leer antes de que la tinta empañara del todo el papel.

El Ladrón del Lirio BlancoWhere stories live. Discover now