12. Ruda

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Esteban estaba teniendo una semana difícil. Llegaba tarde al trabajo, se quedaba más horas extras y resultaba ser un poco torpe en reuniones con agencias o tratos con clientes.

Su jefe principal lo tenía en la mira y él lo sabía. No había logrado vender una de las mejores residencias de toda Nueva Orleans, aun cuando los interesados estaban prácticamente a punto de firmar ese contrato. Esteban aún no puede creer que, en tantos años de carrera, una venta haya resultado ser un desastre.

Todo iba de mal en peor, en especial en su casa, estaba comenzando a verdaderamente detestar estar allí. No tenía paz ni tranquilidad. Sentía que todo se le venía encima de un solo golpe.

No podía ver a la cara a su esposa, ni siquiera podía sostenerle la mirada por más de tres segundos. Su hija Anna era un caso fuerte; parecía acecharlo como un águila a su presa desde las alturas, lista para saltar al ataque en cualquier momento, haciéndolo sentir ridículamente patético, paranoico, asustado y nervioso. Era la combinación de un constante desequilibrio emocional, un perpetuo desasosiego, un nudo permanente en su tráquea, y una ligera migraña desde que despierta hasta que se va a la cama de madrugada.

Ahora Anna era tosca y ruda cuando le dirigía la palabra, si era que lo hacía, claro. Lo atormentaba con comentarios hirientes, inyectados con venenosa verdad. Se volvió sarcástica y parecía no amarlo más, y eso era lo que más le dolía a Esteban.

Su hija ya no lo amaba.

Sabía que su vida se estaba deteriorando poco a poco, con cada minuto de cada día que pasaba se tambaleaba un poco más y no tardaría mucho en colapsar.

Esteban dejó la tasa de café vacía sobre el escritorio y recostó sus manos en éste soltando un ronco y profundo suspiro, una terrible corazonada acaba de invadirlo, tanto que su piel se erizó y un sudor frío le empapó las sienes.

Organizó unos contratos de bienes e hipotecas antes de levantarse de su acolchonada silla giratoria. Se pasó la mano derecha por su oscuro cabello, peinándolo con sus dedos; otro tembloroso suspiro de cansancio le brotó de la garganta.

Miraba desesperanzado el cielo nocturno y las alumbradas calles de la ciudad desde el enorme ventanal de su oficina.

Nuestro héroe despojado de su pedestal estaba tan cansado, los párpados le pesaban toneladas y las ojeras bajos sus ojos daban testimonio de su estado.

Hombros caídos, pose insegura, mirada cabizbaja... sentía que no merecía nada cuanto poseía y no sabía cuánto más soportaría tal situación mientras se subía a su auto y comenzaba a conducir por la ciudad de regreso a su hogar, se cuestionó si valía la pena, pues una parte de él no quería volver a su casa ese día.

Más tarde esa misma madrugada, sentado sobre la cama mientras le daba la espalda a su esposa profundamente dormida solo pudo pensar en que debió haberle hecho caso a esa parte.

~*~

La noche cayó más rápido de lo que la pequeña pelinegra hubiera deseado. Anna ya no esperaba con las mismas ansias la llegada de su padre a casa después del trabajo; su chantaje no estaba resultando tan satisfactorio como esperaba, las reacciones que recibe no son las mejores y ver diario a su madre solo la hace sentir tan culpable como si ella fuera quien la había traicionado con otra, y en parte era así, la pequeña Anna lo sabía.

Ocultarle la verdad a su madre por tanto tiempo solo le carcomía la conciencia, no tenía como desahogar su dolor sin causarle también daño a su progenitora. Y eso era lo último que quería.

Soportaba por ratos hablar con su papá, pero las conversaciones siempre terminaban en miradas heladas y palabras tan penetrantes que traspasaban los tuétanos. Estaba siendo muy dura con su padre, pero era poco en comparación con lo que en su mente se merecía. Ella quería que la pasara verdaderamente mal, sin pensar que todo mal se devuelve... pero habría de aprender.

Las acciones traen consigo consecuencias que no podemos ignorar. Anna no veía más allá de la sombría mirada que llevaba su padre hace semanas, que pronto ya no podría soportar más sus malos tratos, que el cansancio pronto ganaría la batalla.

Candace no era ajena del todo a lo que pasaba, si bien no sabía el motivo, igual sospechaba que las cosas no marchaban como deberían. Ese septiembre las hojas caían desde temprano, el viento frío obligaba a llevar puesto gruesos abrigos a todos, pero las cosas en casa de los Montgomery pronto comenzarían a arder en destructivas llamas, como las de los ojos de las sombras que atormentan a la pequeña Sullivan.

Pronto de sus hogares solo quedarían las cenizas.

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ANNIE: Mi prima es una psicópataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora