Capítulo 13

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 La noche estuvo llena de fantasmas y hogueras, con diablitos alrededor en una danza macabra. Cabezas rodaron la toque de una espada salpicando gotas carmín por el aire; espaldas cortadas con un silvido dejaban un rió de sangre en el ámbar negro de los incontables cuerpos diseminados por la senzala oscura. Despertó sin conseguir sofocar un grito de lo más profundo de su alma. Una angustia aterradora le ensombreció el alma. Había pasado levemente por el sueño y había tenido un pesadilla. Teresa surgió en la puerta de la habitación y subió a la cama de dosel trayéndolo de vuelta a la realidad.

Manuel Alfonso levantó la sábana y la dejó entrar. Buscaba el refugio que no encontró dos puertas más adelante. La abrazó y se sintió tan desprotegido como ella. Presintiendo su estado de alma la niña levantó los dulces ojos de miel y giró la cabeza en su dirección. No la podía dejar sin respuesta. Sagaz como era no la podía engañar.

- Tío... ¿cree que Isabel murió como mi padre?

Estremeció. Ni quería poner esa hipótesis en la mente. Se apresuró negarla.

- No querida. Isabel está sólo perdida en la pradera.

- Pues... ¿y no la puedes encontrar? – Insistió.

- Espero que sí. – Dijo sinceramente. – Voy ahora mismo a hacer eso. – Intentó reconfortarla.

– Mira flor mía, voy a llevarte hasta la casa de tía Amelia. Ella cuidará de ti. Tengo que ir a buscarla.

La niña saltó de la cama asentando los pies desnudos en el suelo de madera encerada y corrió hacia afuera en busca de la tía o de María.

Estiró el cuerpo y todos los huesos y músculos se resintieron con el estiramiento. Tuvo la sensación de haber sido atropellado por un corcel de batalha. El sol entraba por la ventana y era hora de levantarse. Descalzo, vistiendo apenas unos calzoncillos de algodón fino salió de la cama y se acercó al lavabo. Lo llenó de agua fresca y se mojó el rostro y el cabello varias veces, hasta sentir que el peso de la cabeza se le aliviaba. Se miró en el pequeño espejo y éste le devolvió un Manuel Alfonso diez años más viejo desde el día anterior. Arrugas, ojeras profundas que parecían canaletas y labios tristes se reflejaron del otro lado del espejo casi dándole un susto. Pasó el cepillo de crines por el cabello y lo ató en un cola de caballo. La extrañaba, su risa jovial, la forma como lo provocaba hasta los límites, el candor de su mirada y verla con Teresa en animadas bromas de maestra y discípula. ¿O sería tía y sobrina? No negaba que el apego que ella tenía con la niña era sincero y devoto. Isabel mataría para defenderla, así como él lo haría por las dos. Era de los besos lánguidos y atrevidos, así como de su cuerpo que sentía más falta. La idea de que el gitano la poseyera no le salía de la mente. Le hervía en el cerebro enloqueciéndolo.

Se vistió con ropa oscura y vieja - ropa que usaba para acompañar a Esteves en los trabajos del campo cuando él lo solicitaba - calzó las botas de montar y se dirigió al comedor.

La tía, Francisco y Benta ya lo esperaban. Sonrieron cuando lo vieron entrar en aquella indumetaria poco digna de un Conde pero todos notaron señales de tristeza en la mirada camuflados por una sonrisa débil y nadie se atrevió a burlarse de sus ropas.

Se esforzó para disimular la tristeza. Saludó a todos y se sentó a la mesa sirviéndose café y pan. No tenía el menor apetito.

Amelia conocía bien al sobrino a quien fue siempre muy cercana. Desde niño que Manuel Alfonso era un espíritu libre y eso le agradaba más que todo. Verlo crecer y divergir completamente de las maneras rudas de su padre, fue un deleite para su alma de tía. Quiso Dios que no tuviera hijos y su amado marido partió muito temprano - víctima de dolencias interiores - dejándola sóla, pero se dedicó a sus sobrinos a partir de ese día. Joaquina, su cuñada y madre de Manuel Alfonso vivía más preocupada con vigilar al marido que en darse cuenta de la melancolía que la había devastado hacía años. Alfonso, su hermano, había heredado el título y las tierras de su padre, pero no el juicio. Cualquier burra con un sombrero en la cabeza le parecía una mujer y el olor a hembra en celo lo desorientaba por completo. Un verano de aquellos que quedan marcados en la memoria como cualquier mancha de aceite en seda pura, estaba obsesionado por una gitana de largos cabellos azabaches – trenzado - y ojos más negros que cuervos; durante semanas no durmió en el lecho conyugal. Se disculpó con un picazón escamoso y la tonta de Joaquina aceptó la explicación, pasando a darle diariamente baños con los pétalos de las rosas que recogía en el jardín. El baño perfumado lo aceptaba, el lecho de la mujer no y después del olorso baño, se acostaba con la gitana allá por los lados del brezal en la hierva suave del prado. Acabada la novela con la diosa española, terminaron también los baños y el olor a sudor – tan característico de algunos nobles menos dados a los placeres del agua – volvió a ser usual siempre que alguien de cruzava con su Señoría en los pasillos del Solar de Santa María. Ya le llamaban el rey Sol, dada la fama del monarca francés en los hábitos de higiene corporal.

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⏰ Last updated: Oct 14, 2017 ⏰

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