Capítulo 7

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Las velas apagadas dejaban un hilo de cera derretida casi caer transformando el candelabro en un objeto extraño. No estaba particularmente interesada en la estética del techo de la habitación, pero, con los últimos acontecimientos necesitaba concentrarse en algo para no comenzar a llorar. El candelabro era tan bueno para ese efecto como cualquier otra cosa. El sentimiento de desconcierto la invadió al mismo tiempo que la sorpresa y la indignación.

No le era indiferente, durmió con ella, la abrazó y la besó.

¡Oh! ¡Aquellos besos!

Percibía finalmente el entusiasmo de Judite cuando hablaba del primo. Lo que unía a un hombre y a una mujer sólo podía ser sublime, si no su padre le habría concedido esa bendición. A los dieciséis años la encerró en un convento sin darle la oportunidad de conocer el mundo que la rodeaba y las relaciones con los hombres. Sin embargo, dentro de aquellos muros altos había vida e información que le había llegado para despertarla a la vida.

El gusto de Manuel Alfonso todavía estaba en su boca. Y el olor. El olor a hombre lavado. En casa su padre y su hermano no eran mucho de baños. Sólo cuando su madre reclamaba por el olor a sudor que ambos exhalaban es que su padre se dignaba a dejarse lavar con un paño y jabón en los sovacos y en las partes más íntimas y aún así era su madre quien lo hacía. Manuel Alfonso era diferente de lo que conocía en los ejemplos de casa.

El sexo y las sensaciones no le salían del pensamiento. Le vinieron a la mente las conversaciones oídas a las monjas más eruditas sobre el Marqués de Sade, un noble francés depravado con mala fama en la corte. ¿Sería aquello que Angelina y el gitano habían hecho lo que había motivado a Sade a escribir sobre sexo?

Les había llegado a las manos – a las monjas - poco antes de salir del convento, via mensajero venido de Francia, una copia de un novela del autor maldito y que fue manteida en secreto por un grupo de monjas, la más osadas. La madre superiora ni soñaba siquiera con las reuniones que eran realizadas después del toque de recoger. La hermana Bendita y la hermana Encarnación leían en voz baja, en la celda de la primera "Los ciento veinte días de Sodoma" y las exclamaciones que hacían llevaron a que algunas monjas se juntasen al grupo. En poco tiempo eran conocidas algunas prácticas descritas en el manuscrito. A esa altura, pensó seriamente que si el sexo era aquello, qué bueno que estaba allí enclaustrada y a salvo de los hombres. Pero, después de oír a Judite – una de las lectoras – decir que el hombre era un loco depravado y que las cosas no eran como las describía, pudo calmarse. Desconfiaba de que si ellas lo leían era porque tenían interés, las muchachas no perdían tiempo con pequeñeces y dentro de los muros cualquier excitación era bienvenida. Comenzó a notar que aquello que las monjas decían, no correspondía a lo que sentían y la prueba fue lo que observó en Angelina.

Se hubiera quedado allí todo el día, acostada, mirando al techo y haciendo una retrospectiva de los acontecimientos, pero las obligaciones la esperaban.

- Doña Isabel, la niña Teresa hoy no va a levantarse. – Dijo Angelina.

- Dice que le duele la cabeza y está cansada.

- ¡Oh! ¿Y porque no me lo dijo antes? – Preguntó con alguna aspereza. Recordó la escena que había visto la noche pasada.

- Usted estaba durmiendo y su Señoría no estaba en la habitación. Angelina estaba revelándose una serpiente traicionera.

¿Será que había notado que estaban juntos? ¡No se atrevería a espiar! ¿O sí?

- Ya voy. Vaya a tratar de sus obligaciones. – Nunca había notado que Angelina era insolente y metida en la vida de los otros.

Jardines de la LunaWhere stories live. Discover now