Capítulo 11

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- Vuestra Señoría.- Dijo María . - Hay un hombre en la puerta que pide hablar con usted. Dice que sólo se presentará al dueño de la casa.

Esperando hacía algún tiempo la visita del Señor de Mayorazgo, Manuel Alfonso adivinó que la figura sólo podría ser la de él.

- Mándelo entrar para el salón pequeño. Ya voy. – Estaba con un humor de cortar hierro frío.

El Señor de Mayorazgo no podía haber escogido un día mejor.

La criada se retiró para cumplir las órdenes. Manuel Alfonso se rascó la cabeza preocupado. Se avecinaban problemas. Se arregló la chaqueta y la camisa y salió al pasillo en dirección al salón donde habitualmente resolvía los problemas de la gestión de la propiedad.

Abrió la puerta y dió con un hombre de estatura mediana, cabello corto castaño claro, atado en un cola de caballo y unos grandes ojos azules astutos, aparentando unos cincuenta años ociosos, de aquellos que tiene criados para todo y barriga prominente. Por la calidad de la ropa, se concluía que el Señor de Mayorazgo vivía bien. Una camisa blanca de lino, con una chaqueta de satén verde oscuro, - ornamentada con botones castaños - dejaba salir de un bolsillo a la altura del pecho, una pequeña cadena de oro seguramente de un reloj de bolsillo, objeto caro y muy raro en este lado de Europa; y de dentro de las mangas, salían unas manos peludas, con pequeños dedos gordos, que golpeaban incesantemente encima de la mesa de apoyo al lado del sillón inglés. Estaba sentado en su sillón favorito. Sólo por eso sintió rabia. Nadie se sentaba en su sillón. En cuanto lo vió sintió asco del hombre.

El hombre se levantó cuando vió al Conde. Midió al adversario y quedó esperando la reacción de éste. Se sacó el sombrero negro colocándolo en la frente del cuerpo junto al pecho e hizo una leve reverencia con la cabeza.

- Buen día. – Dijo Manuel Alfonso. – ¿A quién debo el honor de la visita matinal? – Preguntó en tono de censura y con toda la acritud con que había despertado después de una noche aguantando el deseo insatisfecho.

- Sebastián Rebelo, Señor de Mayorazgo de S. Gens. - Se presentó -.

Manuel Alfonso se mantuvo calmo y se preparó mentalmente para el duelo que estaba seguro que enfrentaría. El hombre no había ido allí por amor a su hija. Algo más sórdido lo hizo desplazarse desde su casa allá por los lados de Montemor, a leguas de distancia.

- Manuel Alfonso Sancho de Barbosa, Conde de Évora Monte. ¿En que puedo serle útil? - Dijo con mucha parcimonia y poca paciencia.

El hombrecito aguzó la mirada astuto y se enderezó – creciendo casi un palmo – y dijo:

- He tomado conocimiento de que Vuestra Señoría alberga aquí, en su casa, a una joven que es mi hija.

Manuel Alfonso frunció el ceño y con la mirada lo desafió a continuar.

- No la encontré donde debería estar. Iba a adquirir los votos definitivos con Cristo y por lo que parece usted la acogió aquí.

Manuel Alfonso se mantenía en silencio evaluando la desfachatez del padre de Isabel.

- Es a mí a quien ella debe obediencia y explicaciones y usted la deshonró.

Manuel Alfonso reaccionó. Fue como si una abeja le hubiera picado. La cara le quedó crispada y la mirada fría. Cerró las uñas en la palma de la mano a punto de poner al hombre fuera del Solar de Santa María y le respondió:

- Creo que está equivocado. No sé de lo que me habla ni de quien habla. Perdió su tiempo. – Ahora percibía el desaliento de Isabel.

Que hombre mezquino y despreciable. Le dieron ganas de pisarlo con la punta de la bota como si fuera un gusano.

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