Capítulo 4

52 2 0
                                    


¿Con quién no quería cometer un pecado? ¿Quién sería la mujer de quien estaba huyendo? ¿Sería de ella? No tendría seguramente interés suficiente para llevar a un Conde a huir de ella. ¿O lo tendría? y después, ¿por qué no podía tomarla, como hacía seguramente con las otras? ¿Sería tan detestable?

Una niebla densa le tomó el pensamiento y la rabia apareció sin que la consiguiera controlar y peor que no conseguir controlarse era desconocer su procedencia. ¿Quizá tendría pretenciones de ser amada por un hombre de su posición? Un noble jamás miraría a una muchacha que imagina de la plebe, aunque que sea versada en la escritura y en la lectura y que tenga más cultura que él. Sí, era mucho más culta. En realidad casi todos los nobles eran unos campesinos ignorantes. Se vestían con ropas de terciopelo y se empolvaban las caras y los cabellos imitando a los franceses, pero la ignorancia era visible. Tal vez él no fuera así, pero la rabia que le tenía a los hombres estaba por ser canalizada hacia la persona del Conde de Évora Monte.

Se alejó de su cuerpo con brusquedad dejándolo boquiabierto y pensando en lo que habría hecho ahora. Se levantó acomodando la falda de montar y, con el rostro rojo de indignación lo encaró profundamente, extendió el dedo indicador peligrosamente en la dirección de Manuel Alfonso – hábito que le valió muchos castigos de niña - y dijo:

- Tenga muy buen viaje Vuestra Señoría y ojalá no lo agarren tempestades como las que causa. Que la pase bien. No se moleste en volver algún día y... - continuaba con el dedo extendido.

- No le tengo ningún aprecio, ¿oyó? es una persona detestable.

El cielo continuaba oscuro y los truenos no cedían. Salir en el medio de tamaña borrasca era una tontería y peligroso. Con una agilidad que las señoras no suelen tener, desató las riendas del caballo, colocó el pie izquierdo en el estribo y saltó a la montura, incó las espuela en el animal que reaccionó de inmediato y largó al galope dentro de la lluvia.

Manuel Alfonso se quedó sin reacción. Esperaba todo menos furia de parte de ella. Se quedó viéndola galopar por la lluvia en dirección al Solar de Santa María con los cabellos sueltos agitándose al viento. Una imagen bella a pesar de trágica. Que mujer decidida y de carácter. A aquella, nadie le pasaría por encima. Sintió aumentarle el apetito de domarla. Tomarla como suya y poseerla era lo que más deseaba aunque no quería deshonrar a una virgen. Estaba seguro de que estaba frente a una mujer virgen de hombre y tenía la certeza de que ella quería decir precisamente lo contrario de aquello que dejó salir. Aquella mujer lo quería. Le gustaría mucho creer en ella, pero no podía arriesgar.

La lluvia había minguado pocos minutos después de la partida de Isabel y los truenos dieron lugar a un sol de mediodía avergonzado. Tenía hambre pero no estaba en condiciones de sentarse a la mesa delante de ella sin que tuviera una erección de aquellas que sólo cedían después de algún tiempo. Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer y hasta el olor lo excitaba. Por la noche, a la luz de la luna, podía fantasear con las más variadas escenas eróticas, las señales exteriores de su excitación no eran visibles, pero durante el día era recomendable alejarse de aquella tentación.

La monja se dirigió al patio refunfuñando con la creatura que estaba destruyendo la puerta de madera secular. Abrió la puertita y espió. Un hombre de estatura mediana, ojos envejecidos debajo de un sombrero de cuero y, con un bigote retorcido, estaba en la puerta acompañado de un criado descalzo y vestido con andrajos.

- ¿Qué desea señor? – Preguntó la novicia.

- Quiero hablar con la madre superiora, soy el Señor del Mayorazgo de S. Gens. – Vociferó. – ¡Cuánto antes! – Escupió con acritud.

Jardines de la LunaWhere stories live. Discover now