Y debía ser cierto, porque el paseo estaba siendo agradable. Los perros no montaban escándalo ni peleaban entre sí y obedecían cada vez que daba un tirón seco de las correas para que fueran a su paso.

En aquel momento estaba sentado en uno de los bancos del parque, limpiándoles los hocicos a los animales. Habían bebido agua y estaban pringados de barro hasta la nariz.

—No sois perros —le dijo al terrier más grande, que le estaba dando lametones en la oreja como si fuera un helado—. Sois cerdos.

Una brisa suave agitaba las ramas de los tilos, los álamos y los eucaliptos y aquel rumor lento, sosegado, se había vuelto casi hipnótico. Cain aún seguía con el ánimo un tanto abstraído a causa del mal sueño, de la mañana nostálgica en brazos de Gabriel y del desajuste que le causaba aquella mezcla de emociones. Se sentía como un engranaje mal colocado. Mientras tiraba los pañuelos de papel empapados, dos figuras cruzaron cerca de él, cogidas de la mano. Les miró con cierta envidia. Eran dos chicos, uno muy joven, quizá de su edad. El otro rondaría los veinticinco.

—He oído hablar de las Lupercalias —estaba diciendo el mayor. Tenía el pelo cortado de una manera extraña, con una cresta mohicana y una fina trenza en la nuca que le colgaba hasta la espalda. Sus rasgos eran atractivos pero agresivos, lobunos. A Cain le produjo una cierta inquietud instintiva—. ¿Es esa fiesta en la que los romanos se buscaban novias por sorteo para divertirse todo el año?

—No es exactamente así —respondió el más joven al cabo de un rato.

—Bah, en cualquier caso, ¿eso significa que no quieres celebrar conmigo San Valentín?

—Yo no he dicho eso… sólo te hablaba de las Lupercalias.

—Entonces acepta el regalo, joder.

Cain se mordió el labio. Claro, era el día de los enamorados. Se había olvidado por completo. Se entretuvo un poco más de lo necesario cepillando el pelo a los perros mientras espiaba a la pareja, aunque ahora ya no podía oírles. Estaban un poco más lejos y se habían detenido al lado de un parterre. El tipo de la cresta se había inclinado y le estaba atando algo en la muñeca al chico más joven. Este pasaba muy desapercibido, vestido con una sudadera gris y una chaqueta vaquera. Tenía un rostro bonito aunque discreto. Sin embargo, había algo en él que hacía que Cain fuera incapaz de apartar la mirada, alternándola entre el hombre de aspecto depredador y el joven tranquilo e inexpresivo.

El de la cresta sonrió, mostrando una dentadura de colmillos sobresalientes. El chico se miró la pulserita y dijo algo. Ambos rieron. Luego volvió la cabeza lentamente hacia su derecha. Sus ojos grises se encontraron con los de Cain y destellaron. Lejanos, extraños, atemporales. Sobrenaturales. Eran como dos espejos de plata que se abrían a la inmensidad, pozos profundos y místicos, impresionantes, mareantes. Cain apartó la mirada apresuradamente, estremeciéndose. Tiró de la correa de los perros, siguiendo su camino. «Venga ya, por Dios, ¿qué me está pasando hoy?», iba diciéndose mientras regresaba al centro de acogida. «O tengo un puto imán para la gente inquietante o es que veo cosas donde no hay nada que ver».

Centró su atención en el trabajo y dejó que el resto de la tarde transcurriese sin pensar, pero incapaz de salir por sí solo de aquel pozo de melancolía en el que se había hundido. Era el día de los enamorados. Un día triste para los que no tienen a quién amar. Un día aún más triste para los que aman en vano.

14 de febrero – Gabriel

Las ventanas del vagón dejaban ver los túneles negros. Frente a una de ellas, Gabriel miraba su propio reflejo, pensativo. El día había transcurrido demasiado rápido y sin que fuera capaz de abstraerse por completo de los recuerdos que se habían removido la noche anterior. Tampoco de la peligrosa obsesión en la que Cain se estaba convirtiendo. Le daba la sensación de tener una madeja embrollada alojada en el cráneo, donde debería estar su cerebro.

Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now