John Douglas se decide a hablar

1.5K 188 5
                                    

Ana no había perdido la esperanza de que ocurriera algo; pero nada pasó. John Douglas continuó acompañando a Janet hasta su casa después de las oraciones, tal como lo hiciera desde hacía veinte años, y parecía que lo continuaría haciendo por otros veinte más. Pasó el verano. Ana daba clases en su escuela, escribía a todos y estudiaba un poco. Sus paseos hasta el colegio eran placenteros; siempre iba por el pantano, un hermoso lugar reverdecido por las musgosas lomas. Por él cruzaba un arroyo bordeado de pinos cubiertos de enredaderas y entre cuyas raíces pululaban las hierbas.
Sin embargo, Ana encontraba un poco monótona la vida en Valley Road. En realidad hubo sólo un incidente divertido.
No había vuelto a ver al flaco y pelirrojo Samuel, el de la menta, desde la visita que les hiciera. Solamente un par de veces se había cruzado con él. Pero apareció por fin una cálida noche de agosto y se sentó en el banco de la galería. Llevaba sus ropas de trabajo, que consistían en pantalones remendados, una camisa azul con rotos en los codos y un harapiento sombrero de paja. Mascaba solemnemente una pajita y miraba a Ana con la misma solemnidad. Ésta dejó su libro a un lado, con un suspiro, y tomó su bordado. No esperaba gran cosa de su conversación con Sam.
Al cabo de un largo silencio, Sam habló:
—Mi voy di allí —dijo mientras señalaba con el sombrero la casa vecina. —¿Ah, sí? —preguntó Ana, cortés.
—Sí.
—¿Y dónde irá?
—Buino, hi istado pinsando consiguir un lugar todo mío. Está isa casa in Millersville. Piro si l'alquilo, necisito una mujir.
—Supongo —asintió Ana vagamente. Hubo otro largo silencio. Finalmente, Sam volvió a quitarse el sombrero de paja y prosiguió:
—¿Si quidaría ustí conmigo?
—¿Qué-é-é? —masculló Ana.
—¿Si quidaría ustí conmigo?
—¿Quiere decir, si me casaría con usted?
—Sí.
—Pero si apenas le conozco —gritó Ana, indignada.
—Pero mi conociría dispois de casarsi conmigo. Ana reunió toda su herida dignidad.
—Por cierto que no me casaré con usted —dijo irritada.
—Buino, puidi pasarli algo pior. Trabajo mucho y tingo diniro in il banco.
—No me vuelva a hablar jamás de eso. ¿Quién le puso esa idea en la cabeza? — preguntó Ana, cuyo sentido del humor estaba volviendo por sus fueros; tan absurda era la situación.
—Ustí is una linda muchacha y si las arrigla muy bien. No mi gustan l'haraganas. Riflixioni. Voi a ispirarla. Buino, tingo qu'irmi. Tingo qui ordiñar las vaquis.
Las ilusiones que Ana se hiciera sobre las declaraciones de amor habían sufrido tales golpes durante los últimos años, que casi nada quedaba ya de ellas. De modo que pudo reír a sus anchas de esta última sin que su corazón sufriera. Aquella noche hizo una imitación de Sam frente a Janet y ambas rieron como locas comentando la iniciación del muchacho en la vida sentimental.
Una tarde, cuando se acercaba a su fin la estancia de Ana en Valley Road, Alee Ward llegó a «Junto al Camino» y preguntó por Janet.
—La necesitan en casa de los Douglas —dijo—. Me parece que la señora Douglas va a morir esta vez, después de haber estado anunciándolo durante veinte años.
Mientras Janet corría a buscar su sombrero, Ana preguntó si la señora estaba peor que de costumbre.
—No está ni la mitad de mal —contestó Alee, muy serio—, y eso es lo que me hace pensar que es cosa grave. Otras veces se ha puesto a dar gritos y a correr de un lado a otro; pero ahora está acostada y silenciosa. Le aseguro que si se ha quedado es porque está muy mal.
—¿A usted no le gusta la señora Douglas? —inquirió Ana.
—Me gustan las gatas cuando son gatas. Pero no me gustan las gatas cuando son mujeres — fue la oscura respuesta de Alee. Janet regresó a su casa a la hora del crepúsculo.
—La señora Douglas ha muerto —anunció con tristeza—. Falleció a poco de llegar yo. No me habló más que una vez: «Supongo que ahora te casarás con John», me dijo. Eso me llegó al corazón, Ana. ¡Pensar que la propia madre de John creía que no me casaba con su hijo a causa de ella! Yo tampoco pude decirle nada; había otras mujeres. Me alegré de que John no estuviera allí.
Janet comenzó a llorar desconsoladamente. Ana le dio a beber té con jengibre para calmarla. Nuestra amiga descubrió más tarde que había empleado pimienta en lugar de jengibre, pero Janet no lo notó.
En la tarde que siguió al funeral, Ana y Janet estaban sentadas en la galería a la luz del crepúsculo. El viento había quedado dormido en los pinares y por el cielo septentrional cruzaban relámpagos de calor. Janet llevaba su feo vestido negro y su aspecto era peor que nunca, con los ojos y la nariz enrojecidos por el llanto. Hablaban poco, pues Janet no parecía aprobar los esfuerzos de Ana para levantarle el ánimo; prefería llanamente sentirse triste.
De pronto se oyeron ruidos en el portón y John Douglas penetró en el jardín y cruzó por encima del cantero de geranios. Janet se puso de pie y Ana la imitó. Nuestra amiga era alta y llevaba un vestido blanco, pero John no pareció verla.
—Janet, ¿te casarás conmigo?
Las palabras irrumpieron como si hubiesen estado retenidas durante veinte años y fuera imprescindible decirlas en aquel momento.
La cara de Janet estaba tan enrojecida por las lágrimas que parecía imposible que pudiera arrebatarse más aún, pero tomó un horrible color púrpura.
—¿Por qué no me lo pediste antes? —preguntó con lentitud.
—No podía. Ella me hizo prometerlo; mamá me hizo prometerlo —repitió—. Hace diecinueve años tuvo un ataque terrible y creímos que no sobreviviría. Entonces me imploró que le prometiera no pedirte que te casaras conmigo mientras viviera. No quería prometerle tal cosa, pero todos pensábamos que viviría poco; el mismo médico le daba sólo seis meses de vida. Pero me lo pidió de rodillas, sufriente y enferma. Tuve que prometérselo.
—¿Y qué tenía tu madre contra mí? —gritó Janet.
—Nada. Nada. Sólo que no quería otra mujer en su casa mientras viviera. Dijo que si no se lo prometía moriría, y sería por mi culpa. De modo que lo hice y me ha obligado a cumplirlo, aunque le imploré de rodillas que me relevara de esa promesa.
—¿Por qué no me lo dijiste? ¡Si sólo lo hubiese sabido! ¿Por qué no me lo dijiste?
—Me hizo prometer que no se lo diría a nadie —respondió John roncamente—. Me lo hizo jurar por la Biblia. Janet, nunca lo hubiese hecho si hubiera sabido que sería por tanto tiempo. Nunca sabrás lo que he sufrido en estos diecinueve años. Sé que también te he hecho sufrir, pero, ¿te casarás conmigo, Janet? ¡Oh, Janet, por favor! He venido a pedírtelo tan pronto como pude.
En este instante, la estupefacta Ana recobró el sentido y comprendió que estaba de más. Se escabulló y no volvió a ver a Janet hasta la mañana siguiente, cuando ésta le contó el resto de la entrevista.
—¡Qué mujer tan falsa, cruel e implacable! —gritó Ana.
—Calla, está muerta —dijo Janet, solemne—. Si no lo estuviera... pero no; no debemos hablar mal de ella. Por fin soy feliz, Ana. Y no me habría molestado esperar tanto si lo hubiera sabido todo.
—¿Cuándo os casaréis?
—El mes que viene. Desde luego, todo se hará en la mayor intimidad. Supongo que la gente murmurará; dirán que me apresuré a cazar a John tan pronto como su pobre madre salió del camino. John quería contar la verdad, pero le dije: «No, John, despues de todo era tu madre, y no debemos empañar su recuerdo; guardemos el secreto. No me importa lo que diga la gente ahora que lo sé todo. No me importa un comino.» De modo que llegamos a un acuerdo.
—Tiene más capacidad de perdón que yo —dijo Ana, algo enfadada.
—Opinarás de manera muy diferente sobre muchas cosas cuando llegues a mi edad — dijo Janet, tolerante—. Ésa es una de las cosas que se aprenden con los años: a olvidar. Es mucho más fácil conseguirlo a los cuarenta que a los veinte.

ANA LA  DE LA ISLAWhere stories live. Discover now