Se cambian confidencias

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Aquel invierno, el mes de marzo llegó trayendo días secos y dorados que se disolvían en un frío crepúsculo rosado y se perdían gradualmente en un ensueño de luna.
Sobre las moradoras de «La Casa de Patty» se cernía la sombra de los exámenes de abril. Estudiaban con ahínco y Phil se sumergía en textos y cuadernos con inesperada tenacidad.
—Obtendré la beca Johnson de matemáticas —anunció tranquilamente—. Podría ganar con facilidad la de griego, pero he optado por las matemáticas para demostrar a Jonás que soy muy inteligente.
—A Jonás le gustan más tus grandes ojos castaños y tu sonrisa que toda la inteligencia que puedas tener bajo los rizos —dijo Ana.
—En los tiempos en que yo era joven no se consideraba femenino saber matemáticas — opinó la tía Jamesina—, pero los tiempos han cambiado, no sé si para bien o para mal. ¿Sabes cocinar, Phil?
—No; nunca he cocinado nada, excepto un pan de jengibre, que fue un fracaso, salió aplastado en el centro e hinchado en los bordes. Dígame, tía, ¿no cree que la inteligencia que me permitirá ganar la beca de matemáticas también me ayudará muchísimo para aprender a cocinar en cuanto me lo proponga?
—Es posible —concedió la tía con cautela—. No combato la alta educación femenina; mi hija se ha graduado en artes y también sabe cocinar. Pero yo le enseñé antes de que el profesor de la escuela le enseñara matemáticas.
A mediados de marzo llegó una carta de la señorita Patty Spofford en la que comunicaba que su sobrina y ella habían decidido permanecer otro año en el extranjero. «De modo que pueden permanecer en "La Casa de Patty" durante el próximo invierno. María y yo vamos a invadir Egipto. Quiero ver la Esfinge antes de morir.»
—Imaginad a esas dos damiselas ¡«invadiendo Egipto»! Quisiera saber si se pondrán a tejer mientras contemplan la esfinge —rió Priscilla.
—¡Estoy tan contenta de que podamos quedarnos otro año en «La Casa de Patty»! —dijo Stella—. Tenía miedo de que se les ocurriera regresar. Entonces nuestro hermoso nidito se destruiría y nosotras, pobres pichonas, seríamos arrojadas nuevamente al mundo cruel de las pensiones.
—Voy a dar un paseo por el parque —anunció Phil mientras arrojaba a un lado el libro—. Creo que cuando llegue a los ochenta me alegraré de haber dado esta noche un paseo por el parque.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Ana.
—Ven conmigo y te lo diré.
Durante su paseo pudieron captar todo el misterio y la magia de un atardecer de marzo. Era un crepúsculo tranquilo y muy suave, envuelto en un gran silencio, un silencio que, sin embargo, estaba matizado por mil pequeños sonidos argentinos que se podían percibir tanto con el alma como con los oídos. Las dos amigas vagaron por un largo sendero bordeado de pinos que parecía conducir directamente al corazón del rojizo atardecer invernal.
—Sería capaz de irme a casa y escribir un poema sobre este bendito instante, si supiera cómo —declaró Phil deteniéndose en un espacio abierto donde la luz rosada teñía las verdes puntas de los pinos—. ¡Es todo tan hermoso aquí, en este silencio tan profundo y entre esos oscuros árboles que parecen estar siempre meditando!...
—Los bosques fueron los primeros templos de Dios —comentó Ana—. No se puede evitar un sentimiento de reverencia en estos lugares. Siempre me parece estar más cerca de Él cuando camino entre los pinos.
—Ana, soy la mujer más feliz del mundo.
—De modo que el señor Blake te ha pedido por fin que te cases con él.
—Sí. Y estornudé tres veces mientras me lo pedía. ¿No te parece horrible? Pero le dije «Sí» casi antes de que terminara, no fuese que cambiara de idea. Soy tremendamente feliz. No creía que Jonás pudiera preocuparse por un ser frivolo como yo.
—Phil, tú no eres realmente frivola. Tras la apariencia frivola tienes un alma leal y femenina. ¿Por qué la escondes de ese modo?
—No puedo evitarlo, Reina Ana. Tienes razón; no soy frivola de corazón, pero sobre mi alma hay una capa de frivolidad que no puedo quitarme. Como dice la señora Poyser, tendría que ser fundida de nuevo. Pero Jonás sabe cómo soy y me quiere, frivola y todo. Y yo le quiero. Nunca me he sorprendido tanto como cuando lo descubrí. Jamás pensé que fuera posible enamorarse de un hombre feo. Imagínate: ¡yo con un solo novio! ¡Y que se llama Jonás! Pero pienso llamarle Jo; ¡es un diminutivo tan lindo! Nunca hubiera podido ponerle un sobrenombre a Alonzo.
—Y ¿qué hay de él y de Alee?
—En Navidad les dije que no podía casarme con ninguno de los dos. ¡Es tan gracioso recordar ahora lo que llegué a imaginar como posible! Mi rechazo les hizo tan mal efecto que lloré a gritos. Pero sabía que había en el mundo un solo hombre con quien podría casarme. Ya me había decidido y esta vez todo fue fácil. ¡Es tan bonito sentirse segura y saber que te lo debes a ti misma!
—¿Crees que no te arrepentirás?
—¿De haber tomado partido? No lo sé, pero Jo me ha dado una regla espléndida para estos casos. Dice que cuando me sienta perpleja haga lo que, cuando tenga ochenta años, me alegre de haber hecho. De todos modos, Jo es capaz de decidirse con bastante rapidez; y seria incómodo que en la misma casa fuéramos ambos de pensamiento demasiado rápido.
—¿Y qué dirán tus padres?
—Papá no dirá mucho, pues piensa que está bien todo lo que yo hago. Pero mamá sí hablará. ¡Oh, su lengua es tan Byrney como su nariz! Pero todo terminará bien.
—Cuando te cases con el señor Blake tendrás que abandonar muchas cosas a las que estás acostumbrada.
—Pero lo tendré a él, y no echaré de menos todas esas cosas. Nos casaremos en junio del año que viene. Ya sabes que Jo se gradúa esta primavera; después se hará cargo de una pequeña iglesia misional en los barrios bajos. ¡Imagíname a mí allí! Pero con él soy capaz de ir hasta a Groenlandia.
—Y ésta es la jovencita que nunca podría casarse con un hombre pobre —comentó Ana en voz alta.
—¡Oh, no me eches en cara las locuras de mi juventud! Seré tan alegre pobre como lo he sido rica, ya verás. Voy a aprender a cocinar y a coser. Desde que vivo en «La Casa de Patty» sé ir de compras al mercado y durante todo un verano he enseñado en la escuela dominical. La tía Jamesina dice que arruinaré la carrera de Jo si me caso con él, pero no será así. Sé que no tengo mucho sentido común ni mucha sobriedad; pero sí algo que vale mucho más el don de hacer que todos me quieran. En Bolingbroke hay un hombre que cecea y que lee las plegarias en la iglesia; siempre dicen: «Zi no puedez brillar como un farol eléctrico, brilla como unoz candelabroz». Yo seré el candelabro de Jo.
—Phil, eres incorregible. Bueno, tú sabes que te quiero tanto que no podré espetarte un discursillo de felicitación. Pero me alegro de todo corazón.
—Lo sé. En tus ojos brilla la verdadera amistad, Ana. Espero que algún día podré mirarte así. Te vas a casar con Roy, ¿no es cierto?
—Mi querida Philippa, ¿oíste hablar alguna vez de la famosa Betty Baxter, que «dio calabazas a un hombre antes de que la matara con un hacha»? No tengo deseos de emularla rechazando a nadie antes de que me asesine.
—Todo Redmond sabe que Roy está loco por ti —dijo Phil con candidez—. Y tú lo quieres, ¿no es cierto?
—Quizás —dijo Ana de mala gana. Sabía que era correcto ruborizarse cuando se hacían tales confesiones, pero tal cosa no ocurría. Por el contrario, las mejillas le ardían en cuanto escuchaba algo relacionado con Gilbert Blythe o Christine Stuart. Ninguno de los dos significaba nada para ella, absolutamente nada. Pero Ana había abandonado la idea de analizar la razón de este sonrojo. En lo que se refería a Roy, desde luego que lo amaba locamente. ¿Cómo evitarlo? ¿No era acaso su ideal? ¿Quién podía resistir esos ojos tan profundos y esa voz implorante? ¿No la envidiaban la mitad de las muchachas de Redmond? ¡Y qué soneto le había enviado para su cumpleaños, con una caja de violetas! Ana lo sabía de memoria. Era muy bueno en su género, aunque no llegara, claro, al nivel de Keats o de Shakespeare: Ana no estaba tan ciega para creerlo. Y se lo había dedicado a ella; no a Laura, a Beatriz o a la Dama de Atenas, sino a Ana Shirley. Que le dijeran en rítmicas cadencias que sus ojos eran estrellas matutinas, que sus mejillas tenían colores robados al amanecer, que sus labios eran más rojos que las rosas del Paraíso, eso era estremecedoramente romántico. Pero Gilbert tenía sentido del humor. Ella le había contado una vez a Roy un chiste y él no se había reído. Recordó la risa que provocara en Gilbert la misma historia, y se preguntó, incómoda, si la vida junto a un hombre que no tenía sentido del humor no resultaría finalmente algo aburrida. Pero ¿quién podía esperar que un héroe melancólico e inescrutable reparara en el aspecto divertido de las cosas? Sería absolutamente ilógico.

ANA LA  DE LA ISLAWhere stories live. Discover now