En casa otra vez

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Las tres primeras semanas en Redmond se habían hecho largas, pero el resto del tiempo voló como el viento. Antes de darse cuenta, los estudiantes de Redmond se encontraron en los exámenes de Navidad, que afrontaron con suerte diversa. El honor de ser el primero del curso fluctuó entre Ana, Gilbert y Philippa. Priscilla estuvo muy bien; Charlie Sloane pasó regular, pero estaba tan satisfecho como si hubiera sido el mejor en todo.
—Me parece mentira que mañana a esta hora esté ya en «Tejas Verdes» —dijo Ana la noche anterior a la partida—. Pero así será. Y tú, Phil, te encontrarás en Bolingbroke con Alee y Alonzo.
—Me muero por verlos —admitió Philippa mientras mordisqueaba un bombón—. Son dos chicos encantadores, como sabes. ¡Oh, pasaré unas vacaciones magníficas! Nunca te perdonaré, Reina Ana, que no hayas querido acompañarme.
—«Nunca» equivale a tres días en tu caso, Phil. Fuiste muy gentil al invitarme y me encantará ir a Bolingbroke algún día. Pero debo ir a casa. ¿No te das cuenta de cómo suspira mi corazón?
—No te divertirás mucho —dijo Phil desdeñosamente—. Supongo que habrá un par de reuniones de costura y que todas las viejas chismosas hablarán de ti. Te morirás de soledad, querida.
—¿En Avonlea? —exclamó Ana, muy divertida.
—Mientras que si vienes conmigo pasarás unas vacaciones perfectas. ¡Todo Bolingbroke estará loco contigo, Reina Ana... con tu cabello, con tu porte y... oh, con todo! ¡Eres tan distinta! ¡Serías un éxito! Y yo viviría del reflejo de tu gloria: «no la rosa, pero cerca de ella». ¡Ven, Ana!
—Tu cuadro de éxitos sociales es muy tentador, Phil, pero yo te pintaré otro que lo iguala. Voy a casa, a una vieja granja que una vez fue verde aunque esté ahora un poco mustia, ubicada entre huertas de desnudos manzanos. Más abajo hay un arroyuelo, y más allá un bosque de abetos donde he oído a los dedos del viento y de la lluvia tocar el arpa con música celestial. Cerca hay una laguna que ya estará gris y acogedora. Habrá en la casa dos ancianas, una alta y delgada, la otra baja y gruesa, y un par de mellizos, perfecto modelo uno y el otro algo a quien la señora Lynde llama «santo terror». Y habrá también un pequeño cuarto blanco, sobre el porche, en el que danzarán viejos sueños, y un lecho enorme con un colchón de plumas que resultará el mayor de los lujos después del de la pensión. ¿Qué te parece mi cuadro, Phil?
—Muy soso —dijo ésta con una mueca.
—¡Oh, pero no he citado todavía lo que transforma todo! —exclamó Ana suavemente—. Allí habrá amor, Phil. Amor sincero y tierno, como no hallaré en ninguna otra parte del mundo., amor que me está aguardando a mí. ¿No te parece que esto convierte mi cuadro en una obra maestra, aun cuando sus colores no sean muy brillantes?
Silenciosamente Phil se puso en pie, dejó a un lado su caja de bombones y abrazó a Ana.
—Ana, querría ser como tú —dijo juiciosamente.
La noche siguiente Diana fue a buscar a su amiga a la estación de Carmody y ambas regresaron en el coche, bajo el tranquilo cielo estrellado. Cuando llegaron a la cuesta apareció «Tejas Verdes», y Ana observó que tenía un verdadero aire de fiesta. Había luces en todas las ventanas y su resplandor rompía la oscuridad exterior como llamaradas de bienvenida. Y en el patio ardía una gran fogata, alrededor de la cual danzaban dos alegres figuras, una de las cuales dio un fuerte grito cuando el coche dobló entre los álamos.
—Davy te recibe con un alarido de guerra indio —dijo Diana—. Se lo enseñó el peón del señor Harrison y ha estado practicando para darte la bienvenida. La señora Lynde dice que tiene los nervios destrozados. Davy chillaba detrás de ella y luego salía corriendo. Estaba decidido a hacer una fogata para ti. Se ha pasado dos semanas juntando ramitas secas y persiguiendo a Marilla para que le dejara poner un poco de gasolina antes de encender el fuego. Y a juzgar por el olor parece que lo consiguió, a pesar de que la señora Lynde se oponía diciendo que Davy incendiaría y quemaría todo si se lo permitían.
A todo esto, Ana ya estaba fuera del coche, con Davy colgándole de las rodillas y Dora apretándole el brazo.
—¿No es una hermosa fogata, Ana? Déjame enseñarte a atizarla. ¿Has visto las chispas? La hice para ti, Ana, porque estaba contento de que volvieras a casa.
Se abrió la puerta de la cocina y la enjuta figura de Marilla se recortó en su vano, enmarcada por la luz que brillaba en el interior. Había preferido encontrarse con Ana en medio de las sombras, pues tenía pánico de echarse a llorar de alegría, ¡ella, la inexpresiva y severa Marilla, que consideraba indecoroso dar rienda suelta a una emoción! La señora Lynde, amable y sosegadamente feliz, venía detrás. Allí estaba, rodeándolas, envolviéndolas con toda su tibieza y dulzura, el amor del que Ana habló a Philippa. ¡Después de todo, nada podía compararse con los viejos vínculos, con los viejos amigos, con el viejo «Tejas Verdes»! ¡Cómo brillaban los ojos de Ana cuando se sentaron ante la recargada mesa, cómo resplandecían sus rosadas mejillas, cuan argentino era el sonido de su risa! Diana iba a quedarse a dormir allí, como en los viejos tiempos. Y hasta engalanaba la mesa el juego de té decorado con pimpollos. Para Marilla, aquélla era la máxima expresión de su amor.
—Supongo que Diana y tú os pasaréis toda la noche hablando —dijo Marilla sarcásticamente mientras las jovencitas subían la escalera. Siempre se mostraba así después de una traición a sus principios.
—Sí —asintió Ana alegremente—. Pero antes iré a acostar a Davy. Insiste en que lo haga.
—¡Ya lo creo! —dijo Davy mientras cruzaban el vestíbulo—; quiero alguien con quien compartir mis oraciones. No es nada divertido rezar solo.
—Nunca estás solo cuando rezas, Davy. Dios está siempre contigo para oírte.
—Bueno, pero a Él no puedo verlo —objetó el niño—; quiero rezar con alguien a quien pueda ver; ¡pero no quiero hacerlo con Marilla o la señora Lynde!
Sin embargo, una vez que tuvo puesto su camisón de franela no demostró mucha prisa en comenzar. Se plantó frente a Ana y restregó sus pies desnudos uno contra el otro, con aire indeciso.
—Ven, querido, arrodíllate —dijo Ana. Davy se acercó y hundió la cabeza en el regazo de Ana, pero no se arrodilló.
—Ana —dijo con voz desmayada—, después de todo no tengo deseos de rezar. Y estoy así hace una semana. Yo... yo no recé anoche, ni anteanoche.
—¿Por qué no, Davy? —preguntó la joven con bondad.
—¿No... no te enfadarás si te lo digo? Ana levantó al niño, lo sentó en sus rodillas y rodeó su cabeza con el brazo.
—¿Me he enfadado alguna vez cuando me contabas tus cosas, Davy?
—Nooo..., nunca. Pero te pones triste, y es peor. Te pondrás terriblemente triste cuando te diga esto, Ana..., y te avergonzarás de mí, supongo.
—¿Has hecho algo malo, Davy, y por eso no puedes rezar?
—No, no he hecho nada malo todavía. Pero quiero hacerlo.
—¿Qué es, Davy?
—Yo... yo quiero decir una mala palabra —soltó abruptamente el niño en un esfuerzo desesperado—. Se la oí decir al peón del señor Harrison la semana pasada, y desde entonces, todo este tiempo, aun cuando decía mis oraciones, he querido repetirla.
—Entonces dila, Davy.
Éste levantó sorprendido su ruborizado rostro.
—¡Pero Ana, es una palabra horrible!
—¡Dila!
Davy volvió a mirarla con incredulidad y luego, en voz muy baja, dijo la terrible palabra. Al instante siguiente escondía su cara contra ella.
—¡Oh, Ana, nunca volveré a decirla, nunca! ¡Nunca querré decirla! Sabía que era fea, pero nunca me imaginé que era tan... tan... ¡nunca imaginé que fuera así!
—No, no creo que quieras repetirla, Davy; ni pensarla siquiera. Y si yo estuviera en tu lugar, no me juntaría mucho con el peón del señor Harrison.
—¡Es que él sabe gritos de guerra indios! —dijo el niño sentidamente.
—Pero tú no quieres llenarte la mente con malas palabras, ¿no es cierto, Davy?; con palabras que envenenan y barren todas las ideas buenas.
—No.
—Entonces no te juntes con personas que las digan. Y ahora, ¿te sientes con ánimo de rezar?
—¡Oh, sí! —dijo Davy arrodillándose prestamente—. Ahora puedo rezar muy bien. Y no tendré miedo de decir: «si muriese antes de despertar», como cuando quería decir esa palabra.
Probablemente Ana y Diana se confesaron esa noche todos sus secretos, pero no ha quedado constancia alguna de su conversación. A la mañana siguiente estaban tan frescas y lozanas como sólo pueden estarlo las jóvenes después de tantas horas de charla y confidencias. En esa época no había nieve, pero cuando Diana cruzó el viejo puente camino de su casa, blancos copos comenzaron a licuarse sobre los campos y bosques. Las lejanas cuestas y montes parecían paisajes fantasmales, como si la pálida estación otoñal hubiera echado un nublado velo de novia sobre sus cabellos, a la espera de su invernal prometido. De modo que, después de todo, tendrían una Navidad blanca. Y, en verdad, fue un día muy hermoso. Por la tarde llegaron regalos de la señorita Lavendar y de Paul. Ana abrió los paquetes en la alegre cocina de «Tejas Verdes», la que, como decía Davy, estaba llena de «deliciosos olores».
—La señorita Lavendar y el señor Irving están ya instalados en su nueva casa —informó Ana—. Estoy segura de que la señorita Lavendar es totalmente feliz. Lo sé por el tono de su carta. Pero hay una nota de Charlotta IV: dice que no le gusta Boston y que está enferma de nostalgia. La señorita Lavendar quiere que vaya un día a «La Morada del Eco» a airearla y a ver cómo están por allí las cosas. Le pediré a Diana que me acompañe la semana próxima y pasaremos la tarde con Theodora Dix. Tengo ganas de verla. A propósito, ¿todavía va a visitarla Ludovic Speed?
—Así dicen —contestó Marilla— y es probable que eso continúe. La gente ya perdió las esperanzas de que ese noviazgo llegue a buen fin.
—Si yo fuera Theodora lo apuraría un poco, te aseguro —dijo la señora Lynde. Y no nos cupo la menor duda de que así hubiera sido.
Había también unos garabatos muy propios de Phüippa, llenos de Alee y Alonzo; lo que ellos decían y hacían, y cómo se ponían cuando ella los miraba.
«Pero aún no he podido decidir con quién voy a casarme», escribía Philippa; «querría que estuvieras aquí para ayudarme. Uno será el elegido. Cuando vi a Alee mi corazón dio un gran brinco y pensé; éste es a quien quiero. Y luego, cuando vino Alonzo, otra vez saltó mi corazón. De modo que esta señal no sirve, a pesar de lo que dicen todas las novelas que he leído. Dime, Ana: tu corazón nunca brincó por nadie excepto por el genuino Príncipe Encantado, ¿no es verdad? Algo debe marchar mal en el mío. Pero lo estoy pasando divinamente. ¡Cómo me gustaría que estuvieras conmigo! Hoy está nevando y me siento embelesada. Tenía mucho miedo de que ésta fuera una Navidad verde, pues las odio. Tú sabes que cuando la Navidad se presenta de un sucio color gris y pardo, como si todo estuviera en remojo desde hace cien años, se dice que es una Navidad verde. No me preguntes por qué. Como dice lord Dundreary, "cosas hay que la mente humana no alcanza a comprender".
»Ana, ¿te ha ocurrido alguna vez subir a un transporte público y descubrir que no tienes dinero para pagar el viaje? A mí sí, el otro día. Es algo horrible. Tenía una moneda cuando subí. Yo creía que en el bolsillo izquierdo de mi abrigo. Cuando me hube sentado cómodamente la busqué. No estaba. Tuve un escalofrío. Busqué en el otro bolsillo; tampoco. Tuve otro escalofrío. Escudriñé en un bolsillo interior; nada absolutamente. Me acometieron dos escalofríos a un tiempo. Me quité los guantes, los puse sobre el asiento y volví a revisar todos mis bolsillos. En vano. Me puse en pie y me sacudí, y luego busqué en el suelo. El vehículo estaba repleto de gente que regresaba de la Ópera y todos me miraban, pero yo estaba demasiado angustiada para darme cuenta. No pude encontrar mi moneda. Terminé por creer que debía de habérmela tragado sin darme cuenta.
»No sabía qué hacer. Me preguntaba si el conductor sería capaz de detener el coche y ponerme en la calle ignominiosamente. ¿Podría convencerlo de que era una mera víctima de mi distracción y no una aventurera que trataba de viajar gratis mediante un subterfugio? ¡Cómo deseaba que Alee o Alonzo estuvieran allí! Pero no iban a aparecer sólo porque lo deseara. Y no podía decidirme acerca de qué le diría al conductor cuando se acercara. Apenas componía una frase de explicación me daba cuenta de que nadie la creería y debía pensar otra. Me parecía que nada me quedaba por hacer, salvo confiar en la Providencia.
»Precisamente en el momento crítico, cuando había abandonado toda esperanza y el conductor alargaba su caja frente al pasajero que me precedía recordé dónde había puesto la condenada moneda. Después de todo, no me la había tragado. Humildemente la saqué del dedo índice de mi guante y la eché en la caja. Sonreí, y sentí que el mundo era hermoso.»
La visita a «La Morada del Eco» fue una de las muchas cosas placenteras de aquellos días. Ana y Diana fueron por el camino de los bosques de hayas y llevaron una cesta con merienda. «La Morada del Eco», que había estado cerrada desde la boda de la señorita Lavendar, fue abierta otra vez a los vientos y al sol, y el fuego ardía en las habitaciones. El perfume de las rosas del florero de la señorita Lavendar aún flotaba en el aire. Parecía que en cualquier momento ésta aparecería a darles la bienvenida y que Charlotta IV asomaría a la puerta con su amplia sonrisa. También Paul parecía revolotear por los alrededores con sus fantásticas historias.
—Esto me hace sentir un poco como un viejo fantasma reviviendo antiguos tiempos —rió Ana—. Salgamos a ver si todavía hay eco. Trae el viejo cuerno. Todavía está detrás de la puerta de la cocina.
El eco todavía estaba sobre el blanco río, tan argentino y múltiple como siempre; y cuando cesó de contestar, las jovencitas echaron una última mirada a «La Morada del Eco» y regresaron, disfrutando de esa media hora perfecta en que se prolonga todo rosado atardecer invernal.

ANA LA  DE LA ISLAWhere stories live. Discover now