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La isla de los falsos poetas

Parte 1

Estaba sentado en una piedra, el anciano Olintheo, junto a la sombra de un olivo. A su izquierda, el rugiente mar Egeo, se estrellaba contra los acantilados de la isla. Era un día claro y soleado. Las aves revoloteaban en el horizonte. Hacía una hora, que el mediodía se fue. Pese al favorable entorno, el anciano se hallaba lleno de tristeza. El pescador y amigo Alcíbidas, junto a su adolescente sobrino y poeta, Filemio, lo acompañaban. Este, les leyó una fábula que acababa de componer.

-Esta es la fábula que he titulado “El gato y las uvas”.

Hubo una vez un gato pequeño, travieso y juguetón. De ojos curiosos y piel a manchas negras como el tizón, y blanca como las nubes del cielo en verano. El atardecer iluminaba el ancho y acogedor patio de su dueño. Encontrábase allí; tumbado el pequeño y gozoso felino, disfrutando de los últimos rayos que el soberbio Helios le mandaba, antes de que la plateada luna tomara su relevo en el espacioso firmamento. No se hallaba solo el feliz animal, puesto que no muy lejos de él, Pyramos, el adolescente hijo de Parkanio, el dueño de la casa, se encontraba sentado en un escalón, degustando el dulce fruto de la vid.

Puso junto a su izquierda a aquellos granos de uva que por su estado, consideró no degustables. Al percatarse de la presencia de su felino acompañante, tuvo una malévola idea. Cogió uno de los despreciados granos y se lo lanzó con todas sus fuerzas. Cuál fue su sorpresa, al observar que el curioso animal reparaba en la trayectoria del proyectil, que por causa de la mala puntería de su lanzador, botó en el suelo varias veces, confundiéndolo con un juguete. Al lanzamiento de un grano, siguió otro, con el mismo resultado. Fue entonces, cuando el ingenuo felino dejó de interesarse en el primer proyectil para brincar alegremente en busca del segundo. Dos granos más, arrojó el inexperto lanzador, y dos veces más, fue el gato en busca del último objeto rebotado. Fue el quinto, el que contenía la sabiduría. El siniestro adolescente tuvo la satisfacción de alcanzar al gato en la oreja, y éste, dolorido, corrió con toda las fuerzas de sus veloces patas, para colocarse fuera de tiro. Lo que él creyó que era un juego, no era otra cosa, sino pura maldad.

Alcíbidas aplaudió la obra de su sobrino.

-Dichoso de ti, que escogiste la literatura como medio de expresión. Grande es tu futuro, no solo como poeta, sino como cronista y escritor. Olintheo ¿No opinas igual?

El silencio del anciano, no era porque no apreciaba el talento de Filemio, sino porque al contrario, le había hecho reflexionar. Nunca fue amigo de gatos ni felinos, pero por primera vez en su vida, sintió deseos de maullar. Tras un rato cabizbajo, Alcíbidas le animó a compartir su reflexión. Así lo hizo el anciano, tras beber dulce vino de su bota.

-Escúchadme ¡Oh vosotros, dignos Alcíbidas y Filemio! ¡Dichoso soy de vuestra amistad, y me llena de gozo vuestra compañía! Tras oírte, Filemio, os pido que escuchéis mi triste historia, que no es muy distinta a la que tan maravillosamente narraste.

Fue aquel un triste día, en el que pensaba estar haciendo un bien, cuando en realidad, labraba mi propia desgracia ¿Quién me lo iba a decir?

-Dices verdad, mi querido Olintheo. No somos más que juguetes del caprichoso destino, que caprichosamente nos enturbia la razón, desgracia nuestros bienes y remueve nuestras ideas. Más, disculpa la interrupción, y por favor, sigue contándonos. Dijo Alcíbidas.

-A eso es a lo que iba, mi querido pescador, que con tanta frecuencia visitas mi isla para poner en orden tu faena, tomar un poco de agua de la laguna, y obsequiar con tu compañía a mi desgraciada persona. Eres hombre justo y agradecido, y no pocas veces he gozado del sabor de los escamados peces y el queso, que gustosamente has compartido conmigo, y conversado junto al ardiente fuego. Muy al contrario que aquellos desagradecidos náufragos, que hace tres años, hallé con rumbo desorientado y la nave destrozada por la furia de las olas del dios Poseidón. A ellos les concedí mi hospitalidad y permití que talaran numerosos árboles para que arreglaran su arruinada embarcación. Igualmente, les concedí gran número de mis ovejas, para que no desfallecieran. El jefe de aquel casi sumergido barco era Phaleo, hijo de Hermóstidas, rey de la isla de Mosikas; gran jinete, además de espadachín. Diestro en sostener con destreza la lanza, y orgulloso guerrero de brillante y broncínea armadura, con aterrador yelmo de rojos crines.

La isla de los falsos poetas (la olinthiada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora