7. Nacimiento

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Los tambores sonaron de nuevo algún tiempo después. Ríala había tardado poco tiempo en percatarse de que los Mara eran dados al ritmo y la música. Buscaban cualquier excusa para cantar a coro y eran muy aficionados a tocar sus toscos instrumentos de cuerda y viento. Pero lo que mejor se les daba era la percusión. Parecía innata en todos ellos y le llevaba a preguntarse si ella tendría también esa habilidad.
Desde su llegada a la isla, cuando fue recibida con los brazos abiertos por la tribu de Pem-Tsei, la admiración y la inseguridad luchaban por tomar posesión de su cuerpo. Todo era nuevo, maravilloso, pero también un poco intimidante. Y en ocasiones, en especial por las noches, sentía que el calor húmedo le oprimía el pecho y asfixiada.
En el poblado las normas parecían ser polos opuestos a todo lo que había aprendido en el palacio, si es que había normas. Para empezar, no había rangos o sirvientes. El hombre que les había dado la bienvenida el primer día era, según creía, el jefe de la aldea. Sin embargo, ni él ni su familia vivían una vida privilegiada. Trabajaban tan duro como el resto de la aldea. De vez en cuando alguien se acercaba al hombre, Tsipte, y le pedía que mediara en una situación difícil, a cambio de una cesta de frutos, una tela hermosa, un pescado grande o cualquier objeto de valor similar. Eso era todo.

Ríala conoció también a su familia y constató, consternada, que ellos tampoco eran nada especiales. Vivían en una cabaña flotante igual a las demás, no eran grandes guerreros ni personas especialmente honorables. Parecían iguales a todos los demás. Aun así, se alegró mucho de conocerlos, en especial a sus primos. Tenía dos abuelos, de piel más oscura que la suya, cabello blanquecino y piel rugosa; seis tíos y tías, todos ellos fuertes y atléticos, con escamas esparcidas en los lugares más extraños, y 20 primos, de edades variadas, que estaban encantados de enseñarle cómo todo.

Ríala acababa cada día exhausta, mucho más de lo que se había sentido en el barco que le llevó a la isla. Cuando no corría detrás de alguno de sus veloces familiares o aprendía alguna nueva cosa de su cultura, tenía que ayudar en el trabajo. En pocas semanas había aprendido cómo curtir pieles de animales marinos para crear ropa, cómo hacer cuerdas de cáñamo, cómo deshuesar un pescado y a escribir y estampar símbolos de su idioma sobre boles y tazones. Su madre tampoco la vigilaba ya apenas, ni le prohibía nada. La dejaba sola la mayor parte del día, al cuidado de sus primos o tíos, mientras desaparecía en el mar. Por la noche, cuando la niña llegaba agotada, le preguntaba si había comido lo suficiente y le daba un beso de buenas noches. Si se había hecho una herida, le decía que la limpiase con el agua del mar. Eso era todo. Por fin, un día, cayó al suelo, dormida antes incluso de llegar a cabaña que ahora era su casa, convencida de que tanto su cuerpo como su mente se habían quebrado por el sobreesfuerzo. Había estado en el campo de cultivo, donde árboles y plantas de todos los colores daban frutos exóticos, y alrededor del cual varias maras seguían cavando una fosa que ya media cinco metros de ancho y al menos dos de profundidad. Cuando preguntó al respecto, le habían dicho que lo descubriría en poco tiempo, que estaba escrito. Luego le habían colocado un sombrero de mimbre en la cabeza y le habían puesto a sembrar semillas.
Todos ellos solían llevar sombreros de ala ancha cuando trabajaban al sol, con velos negros espesos para proteger sus ojos. El resto de su cuerpo podía estar, y estaba, a menudo, desnudo casi al completo, pero siempre protegían con obsesión sus ojos claros. Sin embargo, el velo que llevaban era tan denso, que Ríala apenas podía ver lo que tenía delante, cuando lo llevaba puesto. De modo que no se lo puso y tampoco se acordó de beber en abundancia el agua que le ofrecían. Así, se desmayó antes de que el sol se hubiese puesto.

Al día siguiente, cuando despertó, oyó los tambores reverberando por toda la isla. Su cabeza dolía horrores y su madre, que la observaba al lado de su cama de paja, le ofreció un jugo de hierbas que le alivió un tanto.
—Ha llegado el Gran día, Lala —le informó con una sonrisa que apenas ocultaba su nerviosismo—. El día de tu nacimiento.
Ríala escuchó ahora la percusión con un nuevo entendimiento. Sus extremidades se agarrotaron, su estómago se anudó y la saliva le supo pesada en la boca. No estaba preparada para enfrentarse a ningún reto.
Por fortuna, el día comenzó muy tranquilo. Toda su familia se reunió para bañarla con pétalos de flores, algas y agua de mar, hasta que cada corte y rozadura de su cuerpo había dejado de picar.
Entonces fue llevada a una cabaña flotante, más grande que las demás, donde otros niños y niñas que también iban a pasar por el nacimiento, eran preparados. Su prima pequeña, Amkira, estaba entre ellos. A Ríala le alivió comprobar que todos sus compañeros eran más pequeños que ella. La prueba, fuese cual fuese, no podía ser tan difícil. Amkira le sonrió y le dio la mano. Juntas, fueron llevadas al interior. Donde sus pieles fueron pintadas con símbolos y representaciones, sus cabellos trenzados, sus ropas lavadas. Fueron alimentadas y su rostro bendecido con agua de frutos. Luego, les hicieron lanzar pétalos al mar. Los tambores siguieron sonando durante todo el proceso. Más tarde, después de repetir a coro la plegaria de agradecimiento a la gran Mamara, madre de todos ellos y hermana de la luna, salieron en fila del barco y fueron llevados cuesta arriba hasta una cueva al borde de un acantilado. El sol se ponía mientras subían y, al llegar al interior, ya apenas quedaba luz con la que iluminar el camino. Les hicieron esperar en la entrada, mientras uno a uno eran llamados por una voz gutural.
En este punto, Ríala volvió a sentirse nerviosa. Y no era única. La mano de su prima apretó la suya con fuerza mientras la palma sudaba. Atrás quedaba la charla y los juegos de hacía un rato que tanto habían molestado a los mayores que intentaban pintarlas.

Detrás de un velo rojo  Where stories live. Discover now