1. Los hilos del destino

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— ¿Me has oído, Lala?

Ríala alzó la vista y contempló a su madre. Había estado un tanto distraída mirando a su alrededor. La habitación estaba a oscuras, pero estaba bastante segura de que jamás había entrado en ella. Era grande y lujosa, y telas con dibujos de hilos dorados y plateados colgaban en todas las paredes. La alfombra bajo sus pies era suave y agradable. Le gustaban, los muebles, en cambio, no tanto. Eran negros y daban miedo; parecía que un monstruo fuera a salir de ellos. Así que cuando vio que la puerta de un armario estaba entreabierta, se agarró con más fuerza al brazo de su madre.

— ¿Me has oído, Lala? —Repitió la mujer con el ceño fruncido. Ella asintió.

— ¿Qué harás cuando yo me vaya? —Quiso saber.

—Me quedaré aquí —aseguró Ríala.

— ¿Y si alguien viene y te pregunta qué haces?

—Te espero aquí —recordó lo que le había dicho antes.

— ¿Y si alguien te ordena que abandones la habitación?

—Solo si tú me ordenas me marcharé.

Su madre asintió con aprobación, la besó en la frente y desapareció, cerrando la puerta tras ella. Al hacerlo, la habitación se oscureció todavía más. Ríala se apoyó en la puerta, su nariz rozando la abertura que dejaba pasar unos rayos de luz. Escuchó la voz de su madre, en la gran sala real, más alta que los demás ruidos:
—Majestad, desearía solicitar un permiso para mi hija. Le ha sido ofrecido un puesto como escolar en el sacerdotal de Varina. Con su permiso, querría llevarla allí.

La gente respondió a sus palabras con susurros poco silenciosos y conversaciones que le impidieron escuchar nada más. Ríala tragó saliva. Se alegraría si podía marcharse de allí. Por alguna razón, todo el mundo la miraba mal, como si hubiese roto alguna cosa valiosa. Aunque no podía recordar que cosa tan terrible había hecho. Sin embargo, si se marchaba iría a un lugar donde no conocía a nadie. ¿Y si allí la gente la odiaba todavía más? Se limpió el sudor de las manos en la madera de la puerta.

Entonces, un ruido le obligó a girarse. Escuchó en silencio cómo la puerta al otro lado de la habitación se abría y volvía a cerrar, pero desde donde estaba no pudo ver quién entraba.
Alguien se acercaba y, en el silencio del interior, podía notarlo. Unos pasos, una respiración nerviosa y su corazón desbocado eran los únicos sonidos que su mente era capaz de asimilar en aquel momento.
— ¿Hei da? —Preguntó una voz. Se trataba, sin duda, de un chico y parecía mayor que ella. Por desgracia, no podía entender lo que había dicho. ¿Sabía él que estaba allí? ¿Debía decírselo o esconderse? Sabía la respuesta. Su madre siempre le decía que no debía esconderse de nadie. Pero tenía miedo.
—Hola —susurró en la oscuridad.
Un grito retumbó en la habitación y algo cayó al suelo. La voz volvió a hablar en un idioma extranjero. No supo qué contestar, de modo que calló. Permaneció en silencio hasta que el extraño volvió a hablar, y en esta ocasión sí pudo entenderle.
— ¿Quién hay aquí? —Preguntaba.
Ella cogió aire y contestó.
—Soy Ríala.
—Esperad un momento —le pidió la voz.
Oyó de nuevo ruidos que no podía reconocer. Luego algo brilló una, dos veces. Una chispa saltó y una extraña vela se encendió. La luz azulada se reflejó en el rostro del chico que la aguantaba. Era alto, seguro que mayor que ella, y su cabeza se movía de un lado al otro buscándola. Cuando por fin la descubrió, sonrió y se acercó unos pasos.

—Hola —le dijo, y Ríala se apretó todavía más contra la puerta. Se tapó la cara con las manos. No quería que él la viera, no quería que la molestase o se riese de ella como hacían los demás niños.

— ¿Estáis bien? —le preguntó el chico. Ella miró por entre sus dedos. No parecía enfadado con ella, ni la miraba con odio o ganas de fastidiarla. De modo que lentamente volvió a bajar sus manos. Sus ojos se encontraron y algo raro pasó. Ríala sintió cómo su corazón latía con fuerza un par de veces y su estómago revoloteaba inquieto. Él tenía los ojos cálidos y rasgados. No podía ver bien de qué color eran, pero le gustaron.

* * *

Gáhamon se removió inquieto con su encendedor de agua flámica en la mano. Normalmente, no le gustaban las niñas, en especial las que eran mucho más pequeñas que él y parecían temerle a todo. Pero, por alguna razón, cuando sus ojos se encontraron con los de la pequeña niña llamada Ríala, descubrió que estaba interesado. Ella era rara, aunque su piel parecía tan oscura como la de las demás personas que había visto desde que llegó a la isla. Al desembarcar se había desilusionado porque las personas no eran tan oscuras como su padre le había contado. Era su primer gran viaje y esperaba ver un sinfín de criaturas nuevas, tal como el emperador siempre le explicaba. No obstante, no había sido así. Su padre le había aclarado que la gente de piel negra vivía en islas más lejanas. Y Gáhamon había perdido el interés. La piel de arena mojada de aquella gente no era tan interesante. Solo parecía que pasaran mucho tiempo al sol. Además, todos se asemejaban entre ellos: Ojos oscuros, cabello oscuro, piel oscura. Definitivamente, nada nuevo que investigar. Supuso que por eso le gustaba la chica. Sus ojos eran raros, grandes y muy claros, aunque con la luz no era capaz de ver el color. Se acercó un poco más para observarlos mejor, pero ella se movió hacia un lado. ¿Por qué se iba? ¿Le temía? Entonces recordó el protocolo que le habían enseñado sus profesores. Las damas no debían permanecer en la cercanía de caballeros desconocidos. Y él, por supuesto, era un desconocido.

—Me llamo Gáhamon —se presentó y alzó la barbilla—. Soy el príncipe heredero de Kinú.

No iba a hacer una reverencia. Tenía once años, casi doce y sin duda era de mayor alcurnia que la niña.

— ¿Es por eso que tu voz es rara? —Le preguntó ella.

Gáhamon se indignó de inmediato. Él era un príncipe heredero, sabía hablar su idioma y varios más. Y los hablaba excepcionalmente bien. Toda la corte lo decía.

—Yo no soy raro —aseguró.

—Lo eres para mí.

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