4. La despedida

35 12 8
                                    

Desde que podía recordar, Ríala había tenido a sir Talir. Su madre le había recordado más de una vez que el muñeco no podía ser un caballero si era un mara. Los maras no tenían castas, ni realeza o nobleza. Eran un pueblo pequeño, una comunidad de iguales entre los que el jefe era elegido todos los años al azar, y los sabios y los cazadores debían ganarse su puesto con sudor y esfuerzo.
Pero eso a Ríala no le había importado demasiado. Sir Talir podía ser todo eso y también un caballero, en su opinión. Además, un hombre como él, que tantas veces le había protegido de la corte y luchado contra las bestias inmundas por ella, bien merecía ese título. El muñeco de paja pasaba todas las noches con ella y gran parte de los días. De modo que se extrañó bastante cuando las sirvientas comenzaron a empacar sus cosas, y él no estaba entre ellas.
Rebuscó por todo su cuarto: en la cómoda, detrás del cojín, debajo de las mantas o la cama, detrás de las cortinas y junto a la silla, debajo de la alfombra y detrás de la puerta.
Cuando no lo encontró, corrió en busca de su madre. No podía marcharse sin sir Talir. No podía abandonarlo a su suerte.
Solo cuando llegó al final del segundo pasillo se detuvo. Las tres infantas de Overania, Aseira, Hinerva y Laudaba jugaban a lanzarse una extraña bola entre ellas. Y cuando la niña se acercó un poco más, comprendió que se trataba de la descosida cabeza de su amado caballero.
Ríala lanzó el grito de caza de los mara mientras corría hacia ellas. Lo hizo instintivamente, sin pensarlo siquiera, y sir Talir se habría sentido orgulloso. Su madre también lo habría hecho, aunque no lo habría reconocido y la habría reñido por su comportamiento inadecuado.
—¡Talva tam! —gritó, y en respuesta las princesas tan solo la observaron con diversión y deprecio por unos breves instantes. Luego continuaron con sus juegos.
—¡Devolvedme a sir Talir! —Insistió Ríala.
—¿Sir? ¿Una cabeza de pez? No digas tonterías.
Sintió como las lágrimas irritaban sus ojos y calentaban sus mejillas. Las infantas siempre habían sido malas con ella, encerrándola en armarios, poniéndole la zancadilla, pisoteando sus flores o tirando sus cosas en el armario. Pero, al menos, siempre había tenido a su muñeco a su lado. No quería que se lo quitaran también. No quería marcharse a un lugar extraño sin él. Por desgracia, era la más joven y baja de los allí presentes, ni siquiera llegaba a la nariz de Hinerva. De modo que le era imposible coger la cabeza de su muñeco mientras las hermanas se lo pasaban entre ellas.
Entonces una voz les llevo a todas a detenerse.
—Mis señoras infantas —les saludó el príncipe heredero Gáhamon, con una seriedad e importancia que Ríala no había conocido en él, pero aun conservando su acento extraño.
Las hermanas le saludaron de inmediato con amplias reverencias, y ella, suponiendo que debía hacer lo mismo, las imitó.
—Veo que se divierten con un juego muy entretenido. Me preguntaba si podría participar yo también.
Todas se quedaron en silencio, confusos. Ríala la que más. No entendía lo que estaba haciendo su amigo secreto.
—Por supuesto, alteza —balbuceó Laudaba, la mayor de las infantas, al fin.
—En tal caso, ¿podría tener la cabeza y el cuerpo de ese "sir cara pez"? Quisiera tener mayor conocimiento de las partes para poder participar con plena comprensión.
A pesar del desconcierto general y su evidente reticencia, las hermanas se vieron obligadas a entregarle las dos partes cortadas del muñeco de trapo. De lo contrario habrían incumplido las normas sociales de la corte y negado algo a un príncipe heredero. Sin embargo, en cuanto entregaron el juguete se retiraron, poco dispuestas a continuar con la charada. Laudaba fue la primera en hacer una corta reverencia y sus hermanas pequeñas no tardaron en imitarla, apresurándose tras ella como cachorros detrás de su amo.
Ríala apenas les prestó atención, su vista aún fija en el príncipe y su desmembrado sir Talir. Gáhamon se lo ofreció con una media sonrisa.

— ¿Es este vuestro caballero, milady Ríala? —le preguntó. La mara lo cogió y asintió efusivamente. Luego contempló preocupada la cabeza del muñeco en su mano derecha, y su cuerpo en la izquierda.

—Estoy seguro de que podrán arreglarlo con unas costuras —se esforzó de nuevo en tranquilizarla.

—Aún hablas muy raro. Nadie me llama, milady —comentó ella al fin.

—Ah, ¿no?

Era una situación un poco incómoda, aunque ninguno de los dos sabía por qué. Gáhamon se preguntaba si todo se debía a lo que le había propuesto en matrimonio, si ahora debían comportarse como los adultos. Ríala, en cambio, temía que haber desnudado su espalda delante del príncipe hubiese sido un gran error. No quería parecer un bicho raro, y se le ocurrió que si conseguía entretenerle, a su amigo no le importaría que fuese de otra raza y no hablase tan bien.

—Sé dónde están las tumbas de los reyes —le ofreció, mientras guardaba a sir Talir en el bolsillo oculto entre sus faldones.

—¿De verdad? —Los ojos de Gáhamon relucieron con interés. Luego, la alegría se borró de su rostro. —No podemos ir ahora —le explicó—. En media hora me van a llamar al comedor real y tengo que estar presentable. ¡Pero podemos ir mañana! Todavía queda una semana para mi partida.

—Yo me marcho hoy —replicó ella apenada.

— ¡¿Qué?! ¿Cuándo? ¿A dónde? ¿Cuándo volverás?

Ríala sintió ganas de llorar. Desde que tenía memoria sus únicos amigos habían sido su madre y Lisandra y Miarda, las dos sirvientas, habían sido sus únicas amigas. Ahora, cuando por fin hacía un amigo —más aún, un príncipe, un héroe y su prometido— tenía que marcharse lejos.

—No vuelvo. Voy a mi isla a ver a mis abuelos y luego a la casa de una diosa —le explicó entre lágrimas.

* * *
Gáhamon se sacó un pañuelo de seda de perla del bolsillo de su chaqueta real y se lo ofreció. Lo hizo, porque había sido educado para ser caballeroso, y porque él no era una chica. Él no lloraba, aunque, como buen caballero, tuviese ganas de luchar contra alguien y derramar lágrimas de sudor. Sí, decidió, eso era lo que sentía; esa era la razón de que sus ojos estuvieran húmedos. Además, solo porque Ríala fuese medio pez y tuviese buen sentido de la aventura, no dejaba de ser una niña pequeña, algo que a él no le gustaba demasiado. Debía recordarlo.
—Si vais a vivir a un templo no volveréis hasta que seáis adulta, si acaso volvéis —indicó. Su prima se había encontrado en la misma situación hacía bastante tiempo y no la había vuelto a ver. A Ríala le pasaría lo mismo, y el se tendría que casar con una dama de piel suave, incapaz de ensuciarse y sin escamas. —Es muy injusto.

—Sí —concordó ella y le ofreció de vuelta el pañuelo lleno de mocos.
—No, gracías, podéis quedados con él —ofreció. Entonces, ella hizo algo maravilloso. Deshizo los hilos que unían los dedos de Sir Talir y le entregó la espada de madera que el muñeco había estado aguantando. Gáhamon contempló el diminuto arma en su palma, sin saber que decir, pero antes incluso de que hablase, unos pasos los interrumpieron. Ocultó la espada en un bolsillo, y vio cómo su amiga hacía lo mismo con el pañuelo, antes de que Saldano, heredero al trono de Overania entrase en la habitación. Pareció muy sorprendido de encontrarlos a los dos juntos. Sin embargo, se recompuso de inmediato y les dedicó una breve y perfecta reverencia.
—El emperador reclama vuestra presencia, Gáhamon.
Tuvo que levantarse, reverenciar a ambos y retirarse lentamente. Aquella no era una petición y no podía desobedecer a Saldano, que a sus quince años era media década mayor que él, aún menos a su padre. De modo que abandonó la habitación, volviéndose una única vez para cruzar miradas con Ríala con la urgencia de conservar un último recuerdo. Sus instintos acertaron, porque tardaría siete años en volver a encontrarse con la niña mara.

Detrás de un velo rojo  Where stories live. Discover now