3. Juegos de hermanos

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Sayrva sonrió a los dos niños que veía reflejados en la ventana de su hogar, mientras sus dedos jugueteaban con un trozo de hilo dorado. Ríala y Gáhamon se miraban por primera vez a los ojos. Era una escena hermosa, como ver un amanecer por primera vez, o los ojos de un recién nacido al abrirse y contemplar el mundo. Eran esos momentos en las vidas de los mortales los que siempre la cautivaban, y no solo a ella. La hilaza dorada se agitó entusiasmado entre sus manos y brilló. Ella también había visto una posible unión y ahora pedía ser liberada. De modo que eso hizo, soltó la hebra y dejó que esta atravesara el cristal y se adentrara en el mundo de los humanos. Allí reconoció a los dos niños y se unió a ellos. Un extremo entró en el pecho del príncipe Gáhamon, heredero a la corona de Tvelerheim, y otro se deslizó en el corazón de Ríala, séptima hija, bastarda del rey de Overania. Sayrva se alegró por ellos. Ya eran raras las veces en que se encargaba personalmente de unir a dos mortales. Hacía un tiempo, cuando descubrió por primera vez los hilos dorados del destino, había sido su constante ocupación. Sin embargo, los mundos que crearon sus padres e iguales se habían poblado y agrandado, y ya no podía hacerlo todo sola. Los seres le rezaban para que les ayudase a salvar a sus seres amados, a encontrar a sus familias, a proteger a sus hijos. Y había tanto de lo que protegerlos. Ahora, eran sus pequeños ashuri los que se encargaban de emparejar a las distintas criaturas de Triväld. No se les daba tan bien como a ella, y a menudo las uniones se rompían o debilitaban, pero tampoco era culpa suya. Los mortales parecían temer el amor con tanta fuerza como lo ansiaban. Eran contradictorios de una manera fascinante. No obstante, estaba segura de que aquellos dos niños no romperían su lazo. La hebra dorada no había necesitado ninguna ayuda después de todo. Había reconocido a dos criaturas deseosas de amar y las había anidado, entusiasmada, en su interior. Dos personajes de tan alta nobleza, ¿quién lo hubiese dicho? Entre los humanos eso no ocurría con demasiada frecuencia.

— ¿Admirando una de tus obras, hermana?

No necesitó darse la vuelta para saber quién acababa de entrar en sus aposentos.

—Hola, Baran, querido. Sé bienvenido a mi hogar.

Baran, dios de la guerra y el conflicto, se recostó en el marco de la puerta. Su larga capa negra se arrastraba por el suelo y los guerreros, grabados en rojo y dorado que en ella se hallaban, se movían y luchaban con cada pliegue y ondulación.

— ¿Es este tu nuevo hogar, Sayrva? Parece tan... mortal.

Ella sonrió en respuesta. En comparación con las de otros dioses, que se creaban cometas gigantes, planetas personales o palacios de ónix y piedras preciosas para vivir, su casa era bastante modesta. Durante mucho tiempo no había tenido una, sino solo lugares que creaba para pasar unos años. Sin embargo, tenía previsto permanecer allí por mucho tiempo, toda una eternidad, tal vez. Se había construido una réplica exacta del templo que el pueblo de los ardaros había construido en su honor. Ellos no la llamaban por su nombre, por supuesto, la habían traducido a su propia lengua. Pero a ella le gustaba el nombre de Kobili. Sonaba como un pájaro hermoso susurrado, como una llamada de guerra gritada, como un noble personaje fantástico cantado. Casi lo prefería a su propio nombre. Adoraba a los ardaros, ocultos en su pequeño continente, ajenos a los conflictos entre dioses y hombres, ignorantes incluso de la existencia de algunos de ellos y bastante felices con ello. Así que cuando vio que le construían un templo en su honor y que los mejores artesanos se ofrecían a crear las cristaleras o las estatuas de madera, se sintió halagada. Y como encontraba el arte ardano cálido y hermoso, decidió convertir el templo en su hogar literal. Aunque eso sorprendiese a sus iguales.

— ¿El heredero de Kinú y una mara? Es una unión destinada al fracaso. De hecho, míralos, ya les están separando.

Sayrva regresó a la realidad al escuchar a su hermano. ¿Les separaban? Frunció el ceño y observó la escena que se reflejaba en el cristal.
— ¿Qué has hecho? —le preguntó a Baran.
Él sonrió y le golpeó con el índice la mejilla de forma juguetona.

—Nada aún. Pero podría si me dejaras.

Sayrva le pisó la capa mientras él se deslizaba alrededor suyo con exagerada ceremonia. Le obligo a detenerse abruptamente y aprovechó para darle un rápido beso que sabía que le enfurecería.

— ¿Por qué iba a hacer tal cosa? —inquirió.

—Por tus frecuentes discursos, hermana. Dices que el amor se define en actos, no en palabras. Y que no hay nada que pueda romper una unión de verdaderos enamorados —explicó Baran—. Dices muchas cosas, pero no creo que sean ciertas. Ahora tienes la oportunidad de demostrarme que me equivoco.

—La vida de los mortales no debería ser juego para tu entretenimiento —aseguró ella descartando la sugerencia.

—Como desees. De todos modos no estoy aquí por eso.
Baran toqueteó una estatua de madera, una representación de la fertilidad masculina que mostraba un asta gigantesca con orgullo. Le gustaba alargar las frases y los silencios para aumentar el dramatismo de una situación. Consideraba la psicología y el miedo poderosas herramientas para un dios de la guerra. También era una técnica excelente para irritar a su hermana.

— ¿Por qué llama él, oh tan grande, Baran a mis puertas entonces? —exclamó Sayrva por fin.

—Porque Diadach ha solicitado una reunión con los dioses Siobha. Parece que hay que repasar la legislación por duodécima vez.

Suspiró. No entendía por qué seguían oficiando aquellas reuniones cuando nunca llegaban a ningún acuerdo. El consejo de los dioses servía para poco más que para fustigarse unos a otros, mientras los tratados de verdad se hacían por mensajería y con ayuda de querubines y semidioses. Y no es que estuviera especialmente feliz con los resultados. Entendía por qué las normas habían tenido que establecerse, pero no dejaba de encogerse cuando pensaba en los castigos impartidos sobre los culpables de romperlas. Ravena, cegada, arrebatada de sus poderes y desterrada a la tierra, Wasan, petrificado y obligado a contemplar la lenta aniquilación de sus hijos y creaciones, Hikaria y Uris, borrados por siempre de la existencia. No, no le gustaba el consejo. No le gustaba Didach tampoco. Siempre le preocupaba tener discusiones con un Dios que era diez veces más poderoso que ella, un Dios de primera generación, uno que había matado a sus padres, uno por el cual habían tenido que crear el consejo y aliarse. Volvió la vista a las imágenes terrestres una última vez. Gáhamon saludaba a la alta nobleza mientras buscaba con los ojos a la pequeña Ría. Pero ella no se hallaba en la sala real.

— ¿Estás segura de que no quieres hacer la apuesta? Si vencieses, me pondría de tu lado en el consejo.

— ¿Te parece apropiado hacer estas sugerencias justo antes de una reunión? —le criticó ella mientras cerraba la ventana—. Tus juegos bordan en la ilegalidad. ¿Y conoces las consecuencias de quebrar una ley?

Baran sonrió divertido.

—Las normas se crean en días de paz y destruyen en horas de guerra —sentenció. Se dio la vuelta y se marchó hacia la salida. Su larga capa negra se deslizó haciendo formas extrañas por el suelo azul. Luego, al llegar a la puerta, la cerró con un golpe tan potente que la tabla de piedra que colgaba sobre ella cayó y se hizo añicos.

Sayrva contempló los restos de las leyes de los Inmortales con verdadera preocupación. Ya no se podían distinguir varios símbolos, pero ella no necesitaba leerlos para saber lo que estaba allí escrito.

Un mortal, en vida, tiene prohibido relacionarse íntimamente con un Dios. Un Dios, en su existencia, tiene prohibido disfrazarse entre mortales.

Los mortales no ansiarán el poder de los dioses, no irán en busca del hogar de los dioses, no evitarán a la muerte ni huirán de su destino.

Los Dioses no se darán muerte ni volverán a manipular activamente los tres ejes creados. Solo así, se mantendrá el orden en los cielos y la tierra.

Y era esa última frase la que realmente le preocupaba.

Detrás de un velo rojo  Where stories live. Discover now