6. Símbolos

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Un secreto es igual a una nube sobre la cabeza de una persona, o al menos, eso solía decirle su padre. Uno puede ignorar la tormenta que se avecina; a veces, incluso, la suerte empuja al viento y la nube se aleja. Sin embargo, en la mayoría de los casos la lluvia cae y moja a uno. En el peor de ellos, la lluvia va acompañada de un rayo. Gáhamon entendía aquella metáfora, del mismo modo que entendía lo que su padre solía contarle sobre política. No obstante, no fue hasta aquel día que comprendió lo mucho que ambas cosas iban de la mano. También descubrió que uno podía tener un secreto sin siquiera ser consciente de ello.

Todo comenzó en el Gran Palacio Real de las Marcas de Overania pocos días después de la partida de Ríala, Lala, como la llamaba su madre. Todo había sido muy aburrido desde su partida y la echaba mucho de menos. Ella era rara, con sus escamas; divertida, cuando le ayudaba a buscar tesoros; interesante, con su familia misteriosa; hermosa, con sus ojos claros y piel bronceada. Llevaba la espada que le había dado siempre consigo en el bolsillo. Y fue precisamente por eso que se metió en problemas. Estaba en la Sala del trono, sentado en una esquina, mientras su padre charlaba y bebía junto al rey de Overania, cuando la infanta Hinerva corrió a buscar a sus dos hermanos mayores y tropezó con la alfombra. La niña cayó de bruces al suelo y comenzó a llorar. Varias personas se levantaron de inmediato para ayudarla, pero Gáhamon fue el primero en alcanzarla. Le ayudó a levantarse y le ofreció uno de sus pañuelos, como las normas indicaban. Así, la espada de madera cayó al suelo y quedó a la vista de todo el mundo. A nadie pareció molestarle, tampoco nadie comprendió lo que significaba, hasta que Estramonio, hermano pequeño de Sáldano, reconoció el juguete.

—Esa espada es del monstruo pez— dijo— y, aunque no se oyó muy alto, fue suficiente para que los susurros y las miradas acusatorias comenzaran. Gáhamon no se percató de que estaba en problemas hasta que se encontró con los ojos reprobatorios de su padre.

Durante el resto de la velada su nombre sonó en los labios de varias personas.

Más tarde, antes de la cena, fue llamado a los aposentos de su padre. Entró con la cabeza bien alta. Había aprendido a la fuerza que, si llegaba con aspecto arrepentido o avergonzado, su castigo era más grande y solía recibir varios golpes. Una vez que había insultado a un plebeyo, en realidad, solo había usado las mismas palabras que había escuchado de las demás personas, y su padre le había golpeado con tanta fuerza que le había sangrado la boca.

—Trata a todo tu pueblo con el mismo respeto— le había ordenado—. Nunca te atrevas a menospreciarlo.

Su padre no era especialmente violento. No le pegaba a menos que hubiese cometido una gran falta. Aun así, era mucho más estricto con él que con sus hermanos pequeños, dado que él era el heredero al trono. Aunque, lo cierto era que Gáhamon no estaba muy convencido de querer ser emperador. Él preferiría mucho más ser explorador, caza tesoros, héroe o villano.

La mirada de su padre estaba llena de censura cuando entró.

-Así que trabaste amistad con la hija bastarda del rey Titanio -afirmó- y no se te ocurrió informarme.

-Tan solo le ayudé a recuperar su juguete extraviado, como un buen señor, y ella me recompensó con la espada -mintió-. Desconocía su título.

Eso último, si era cierto.

—Eso importa poco. No importa el tamaño del acto, siempre hay consecuencias. La cuestión es, ¿qué tipo de consecuencias queremos que sean?

El brillo de una idea apareció en los ojos de su padre y pronto la espada de sir Talir se convirtió en un colgante alrededor del cuello del niño. Así, una debilidad se convirtió en una fortaleza y ganó el favor del rey de Overania. Al menos, eso fue lo que el emperador intentó que su hijo aprendiera. Y Gáhamon lo entendió, pero también, comprendió el poder de un símbolo, especialmente cuando estaba respaldado por una amistad. Así, durante los años que siguieron y con la espada siempre al cuello, nunca olvidó a Ríala y su regalo se convirtió en un amuleto, una protección.

* * *

Al principio, la isla de Pem-Tsei (o isla dormida) era apenas una mancha en el horizonte. Cuando Ríala la vio, pensó que era mucho más grande de lo que resultó ser, pues confundió todas las demás manchas como parte de un mismo continente. Solo al cabo de una hora comprendió que las montañas y volcanes que atisbaba a lo lejos quedaban separadas por mar. Bajó de la cesta en la cima del mástil llena de preguntas, y dejó que su madre le señalara y nombrara las distintas islas hasta que viraron hacia Pem-Tsei, el pez dormido y el hogar de sus abuelos y antepasados. Era un islote compuesto de selvas verdes, rocas azules y un volcán. Tenía solo dos calas pequeñas, y al aproximarse todavía más vio la única ciudad de la isla, hecha de cabañas y torretas construidas con palmas y bambú cerca de o en el agua, y barcos casa amarrados a postes de madera y rocas azules.

Mientras se acercaban, decenas de personas salieron de sus hogares, se subieron a canoas y patines de vela y se aproximaron a recibirles.

Poco después, el navío recogió las velas y las amarró. Estaban aún a más de un kilómetro de la costa, y aunque el agua era profunda, las rocas azules y liliáceas se alzaban por todas partes. De modo que, por precaución, el capitán decidió no acercarse más.

Entonces las balsas alcanzaron al barco y, sin decir nada, sus tripulantes comenzaron a gesticular con las manos.

Con una orden, el capitán hizo izar una bandera. En ella, tres escamas turquesas unidas se dibujaban sobre un fondo de rojo caliza y azul tropical. Al verlo, las voces de los Mara se unieron en un grito musical de aprobación.

—Es el símbolo de nuestra gente —le explicó a Ríala su madre—. Significa que hay Mara a bordo.

Se acercaron de la mano a la proa del barco y allí un patín de vela les dio la bienvenida. Lo tripulaba un hombre mayor, fuerte, de piel morena y cara un tanto arrugada por el sol. Alrededor de su brazo derecho llevaba una cinta de algas repleta de conchas rosadas, perlas brillantes y piedras de tonos azules. En su pecho y brazo izquierdo aparecían escamas por doquiera. Saludó a las mujeres en un idioma que la niña llevaba toda su vida escuchando, pero que, aun así, tardó en reconocer.

—Bienvenida a tu hogar, Laikara. A ti y a tu acompañante.

Sintió su mano sudorosa al comprender que ella era la acompañante. ¿Nadie sabía quién era? ¿No la querrían allí? Las dudas asaltaban su mente ante lo desconocido. Tal vez no era lógico que tuviese tanto miedo en un día tan hermoso, en su hogar perdido, a punto de conocer a su familia y rodeada de gente que parecía entusiasmada de verla. Sin embargo, el miedo pocas veces concuerda con la razón y a menudo carece de sentido en la mente de un niño. En especial, en una niña con tantas malas experiencias como Ríala.

—Esta es Ríala, hija de un hombre de corazón bravo, que cuida de su gente por encima de todo; los Mara somos su sangre y está aquí para que su sangre sea Mara.

En respuesta, los gritos y cánticos de júbilo se alzaron con fuerza renovada, y esta vez se alargaron hasta crear una melodía que llegó hasta tierra firme y se reforzó en nuevas voces. Manos chocaron contra cascos de navíos, y madera crujió bajo fuertes puños, creando percusión. Su ritmo llegó hasta un pequeño corazón nervioso que de inmediato palpitó al compás. Así, se celebró la llegada de la que un día se convertiría en la mujer pez más famosa de la historia.

Detrás de un velo rojo  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora