Y eso le hacía sentirse pleno.

Cuando cruzó el umbral, ya había amanecido.

Cain se le había dormido en los brazos. Tenía marcas de golpes en el rostro y llevaba la ropa puesta de cualquier manera. Apartó los ojos de la curva de su mejilla amoratada, de los mechones de cabello apelmazados y sucios.

El chico necesitaba un baño. Un baño, yodo y compañía agradable. Una madre le vendría bien en este momento, con toda seguridad.

Sin embargo, lo que hizo fue tenderle con cuidado en el sofá y cubrirle con la manta. Luego se sentó frente al piano, agotado pero con esa lucidez clara y serena que despunta una vez se ha rebasado la barrera del cansancio.

A través de la ventana, la ciudad se cubría con el resplandor dorado y ligero de los primeros rayos de sol. Los contempló escurriéndose sobre el suelo, avanzando como una caricia. Treparon al sofá y tocaron los dedos de Cain, que asomaban, blancos, debajo de la manta.

Entonces empezó a escucharla, dentro de sí. La música.

Al principio muy suave, lejana, como el recuerdo de un sueño antiguo. Un murmullo de armonía aún secreta, de contrapunto callado. Era el rumor del mar en la lejanía, el arrullo confuso del viento en las hojas.

Parpadeó, reteniendo la respiración, y rebuscó sobre la tapa del piano las hojas de papel pautado y el lápiz. Una emoción dorada como aquel amanecer le temblaba en el pecho, se desenvolvía lentamente.

El sol tocó el rostro de porcelana de Cain, dibujó la silueta de su nariz, le besó las pestañas. Gabriel apartó la vista, la fijó en las teclas y aguardó, aguardó, con el aliento detenido y el corazón retumbando, el pulso precipitado en las venas. En el silencio sepulcral de su interior, la sinfonía cobraba forma, desvelándose al fin.

Siempre había estado allí.

Como si se tratase de una señal, Cain suspiró y se removió debajo de la manta. Gabriel empezó a tocar entonces, con las mismas manos que habían aplastado el cráneo del albino. Deslizó los dedos sobre las teclas, acariciándolas con ternura. Y la dejó salir.

1 de febrero – Cain

Un goteo de estrellas de plata le acompañó en el despertar. El sol le besaba las mejillas. Estaba en el sofá, tapado con una manta, y el piano estaba sonando.

«Ha sido una pesadilla», pensó al principio. Pero entonces sintió el dolor y supo que no lo había soñado. Le dolía la cabeza, las costillas, las piernas, los brazos. Le dolía por dentro y entre las piernas, le dolía la garganta, le dolían los ojos y el vientre. Le dolían la espalda y el pecho.

«Estoy muerto», pensó luego. Pero se suponía que en la muerte no había dolor, así pues…

«Estoy soñando, entonces». Sí, eso tenía más sentido. Lieren le habría cortado la cara, le habría vuelto a inyectar opio y heroína y ahora estaba soñando o alucinando. Al menos era una alucinación hermosa.

«Pero… un momento. El piano es real. Y esta casa es real, siempre lo han sido. Si estoy teniendo un espejismo con esto… ¿cómo sabré entonces qué es auténtico y qué no lo es?».

Entonces recordó, y al recordar volvieron a llenársele los ojos con lágrimas de alivio. Se arrebujó en silencio bajo la manta y escuchó aquella música maravillosa.

El piano dibujaba pinceladas, trazaba formas y colores, le mostraba imágenes vívidas que podía sentir directamente en el corazón. El goteo de estrellas se convirtió en lluvia, lluvia cálida sobre un bosque. Los arpegios ascendentes vibraron, aumentando la intensidad de aquella ola lenta que se iba alzando poco a poco. Y el sol se alzó también en la melodía, un amanecer glorioso que arrancó de la oscuridad al bosque, desvelando sus tesoros: ríos cuajados de diamantes bajo sus rayos, hojas de esmeralda y jade, agitándose como pendones bajo la brisa, un cielo azul de espuma y algodón… y la vida, desde su más reducido estado a la forma más compleja, la vida en las briznas de hierba, en la tierra fértil. En las lombrices del barro y los microscópicos insectos de los árboles, en las musarañas y los ratones, en las hormigas y las arañas, en las culebras, en los gorriones y los petirrojos, en las ardillas y los mirlos, en el águila que surcaba el firmamento con las alas extendidas, dejando oír su grito.

Flores de Asfalto I: El DespertarWhere stories live. Discover now