Capítulo I

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Era un hermoso atardecer de verano. El cielo, coloreado de carmesí y gamas doradas, anunciaba el fin de otro día para dar paso al tan necesario descanso humano, pues llegaría pronto el caer de la hermosa noche estrellada acostumbrada en aquél pueblo.

Los pescadores habían ya abandonado sus barcos en la orilla del mar cargando a cuestas el fruto de su trabajo. Los comerciantes recogían con apuro sus puestos dando en suma rebaja aquellos productos que estarían por echar a perder en caso de no consumirse ese mismo día. Todo el lugar parecía haberse sumergido en una carrera contra el tiempo, con personas corriendo de un lado al otro, algunas parloteado, otras, cantando, y unas hastq vociferando, sin embargo, todas coincidían en algo. Todos ellos tenían prisa en llegar a algún lado.

Pero, si te acercas más al solitario puerto de carga, dejando atrás el bullicio del activo pueblo, parecía ser todo lo contrario. Ahí, donde el suave oleaje apenas perturbaba la calma con su sonido, era como si el tiempo no pasara sobre nada ni nadie presente en ese lugar.

Destacaba ese día la sombra de un jovencito que contradecía a la cálida luz solar.
Él estaba recién acomodado en la adolescencia al cumplir los 15 años de edad el invierno pasado. Poseía una figura esbelta y fina, con delicadas manos y pies que eran extraños de ver descubiertos, y la ligeramente corta estatura le daba cierta apariencia menor, aunque al permitirse interactuar y su forma de expresarse delataban su edad, así como los cambios de voz inconstantes propios de su etapa. Ese día, él usaba una delgada playera blanca de cintas al igual que un short en color negro, mientras que carecía de zapatos. Su piel era blanca como la leche y de apariencia tierna y tersa, siendo igual al contacto. Su rostro, de dulces y elegantes ángulos suaves, combinaban a la perfección con sus labios delgados de tintes carmín, mientras que sus redondas mejillas rosas y su nariz respingada daban cierto toque andrógino y coqueto. Sin embargo, lo que más destacaba en él eran sus grandes y expresivos ojos en color ámbar, que eran capaces de arrancar suspiros a cuál más persona se le cruzara enfrente.

Todo este conjunto de características era adornado con una hermosa cabellera rubia, que siempre conservaba alborotada y despeinada. Su nombre, era Oliver, Oliver P. Fex, hijo de los difuntos Albert y Ann P. Fex.

Por causa de sus padres, el chico era heredero de 12 barcos mercantes y más de 20 pesqueros, que eran los que iban y venían de puerto en puerto, conectando ese "pueblo olvidado por Dios" junto con otros sitios cercanos a la costa, algunos de ellos con notable importancia en el país.
Por consecuente, el muchacho era dueño de una gran herencia invertida, literalmente, en la vida marina.

A pesar, este chico no tenía aún el derecho sobre de ella, no al menos, hasta que cumpliera la mayoría de edad. Hasta entonces, se quedaría bajo la tutela de Antonio, uno de los mejores amigos de su padre, quien se aseguraba de darle comida, techo, educación, etc. Sin embargo, no era como si eso tuviera importancia para él.

No era un chaval del todo común. Gracias a la ausencia de sus padres desde una edad muy temprana, el zagal había perdido el interés en la fortuna terrenal, y se preocupaba un poco más en disfrutar de los pequeños placeres que se presentaban a su alrededor, creencia que, por cierto, le ocasionaba ciertos pleitos con su tutor.
Por esa razón, Oliver prefería estar en ese sitio solitario, donde nada ni nadie le ordenara cambiar sus principios.

Él era un mancebo bastante caprichoso, aunque con sus reservas. Desde pequeño se había enfrentado a la idea del abandono, por tanto, lo poco a lo que lograba desarrollar apego se volvía inmediatamente un motivo irremplazable a lo que se aferraba cual si fuera su razón de existir. Y en este momento, su objeto de añoro era el deseo más hermoso en su corazón juvenil, pero también el más criticado por todo quien le conociese.
A este muchachito de elegantes modales y profundo rechazo a su posición social sólo le importaba la llegada de aquél que él, para espanto y repudio de todos, llamaba con dulzura y poco pudor, amante.

Ansiaba con pasión apenas descriptible el reencuentro con aquél joven, amigo en su infancia y el amado de su adolescencia que se había adueñado de su ser, de su corazón, su pensamiento, su cuerpo y su alma desde hacía ya mucho tiempo, prácticamente desde el momento en que se conocieron. Deseaba tanto verlo, poder sentirse en un abrazo, murmurarle dulces y, hasta cierto punto, inocentes versos de amor aprendidos de novelas que acostumbraba a leer, poder cantarle al oído mientras que él lo arrullaba entre sus fuertes brazos, susurrarle un sincero "te amo" y ser correspondido, y quizás luego fundirse en un beso...

Sin embargo, a cada momento que pasaba y cada segundo en que el sol se ocultaba, sus ilusiones se destrozaban. Hacían ya demasiados días que no veía a su querido, y aunque sabía que no era la culpa de Bruno, si no de su patrón al igual que de su propio tutor el que no se pudieran frecuentar tanto como desearan, no podía evitar sentirse abandonado por él. Tristemente, este pequeño y vital lazo personal estaba muy sujeto a las decisiones sociales alrededor suyo.

El muchachillo apretó con fuerza una caña de pescar que tenía en las manos. Usualmente, juguetear con los peces y el sedal lo relajaba al ser un pasatiempo distractor para él, pero últimamente sólo le causaban un nudo en el estómago al hacerlo consiente del caer del sol día tras día...

Haciendo un pequeño mohín con sus labios, unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas, mientras un gemido era ahogado en su garganta, lleno de resignación al notar cómo el naranja se tornaba en rojo, y el rojo, al violeta.
Iba a ser otro día más sin verlo, sin apreciar su esencia y su aroma, sin poder sentirse querido y amado por un ser realmente especial y significativo en su vida.
El desprendimiento en verdad dolía.

Su trance melancólico fue interrumpido por la sensación de ser tomado de la cintura por unos brazos fuertes, pero que eran delicados con su propia complexión, y notar como su cadera y piernas eran rodeadas por una figura más alargada.

Una de las largas y callosas manos que se encontraban en su torso se dirigió lentamente hasta su rostro, acariciando su mejilla con delicadeza y cariño mientras una voz ronca le susurraba.

- ¿Por qué lloras? -

-Bruno...- Murmuró el jovencillo para sí, calmando de inmediato su ahora presente alegría, y procurando controlar la emoción de su voz, respondió - No estoy llorando...-

-Mientes... - Dijo con acento firme el que ahora se conoce como Bruno, quien sujetó el mentón del rubio con delicadeza y le hizo girar para poder mirarlo a los ojos. -Dime quien te hace sufrir y te juro por mi vida, que aquél perderá la suya...-

-No, Bruno, en realidad... - Oliver contuvo una risita. A veces Bruno podía ser realmente exagerado. Y luego, se decía que el dramático era él. -En realidad no es nada, sólo una tontera mía...-
Con sus delgadas manos tomó el rostro del chico, acariciándole con amor y delicadeza mientras permitía a sus dígitos memorizar las facciones duras y atractivas que seguían en proceso de maduración. - Lo único que importa es que... Por fin pude verte hoy. - y lleno de ilusión inocente, Oliver dedicó una radiante sonrisa al mayor.

La mirada del muchacho se suavizó -No sabes lo mucho que me esforcé todo este tiempo por ver esa sonrisa... -respondió mientras correspondía al gesto. -Lástima que me la perderé por unos momentos... -Murmuró en voz lenta y sedante mientras acercaba sus labios a los del chico, quien, sin prisas, correspondió gustoso al contacto de un beso cálido y necesario para ambos, y que, si bien estaba cargado de ternura, ocultaba muy bien un rastro de pasión contenida que no les era permitida de expresar.

Muse Among the Muses | Vocaloid | Bruno x OliverDonde viven las historias. Descúbrelo ahora