Jordan y Jordan

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1.

—Muchacho, ¿te encuentras bien?

La figura borrosa de un irreconocible profesor Moshé Jordan apareció de nuevo ante los ojos de Isaías, el sol poniéndose a espaldas de aquel joven acompañante que decía ser su anciano —y fallecido— tío.

Curiosos destellos nebulosos se levantaban en el horizonte, como si el astro que bajaba sobre la tierra derritiera la arena de dorado intenso y mezclara sus vapores con los tonos violáceos, rojizos y azulinos del cielo. Todo cuanto le rodeaba servía sólo para aumentar la sensación de que estaba dentro de un sueño, aunque el dolor en su estómago y la boca reseca por la sal insistían en que aquello era demasiado real.

—¡Aléjate de mí! —gritó con una voz ronca, la garganta resintiendo los efectos de haber estado a punto de morir ahogado.

Usando los codos y las palmas de sus manos, Isaías se arrastraba frenético de espaldas en la ribera, hasta que sintió hundirse en la arena húmeda, pues estaba demasiado cerca de la orilla, perdiendo el poco agarre que tenía.

—Tranquilo, sea lo que sea, debes seguir delirando —intentó calmarlo el profesor—. Acércate y prueba esto, has dicho que te parece apetecible y ahora está listo. No es tan bueno como el que preparaba mi hermana, debo aceptar, aunque las proporciones están mejor calculadas, desde luego.

Rendido por el hambre y quizá decidido a dejarse llevar por lo desquiciado de la situación, Isaías paseó su mirada por el suelo arenoso antes de poder hablar.

—Quiero comer, pero debes quedarte lejos, ¿puedes? —dijo intentando sentarse sin demasiado éxito, apenas incorporándose un poco y llevándose las manos a la cabeza, apretando los ojos como si luchara contra una terrible migraña—. Es sólo que los últimos días han sido como una Danza de la Virtud y tú no lo estás mejorando.

La Danza de la Virtud, por irónico que parezca, era de hecho un verdadero caos. Jóvenes de distintos lugares del mundo se apoderaban de las plazas más importantes y, al ritmo de una monótona canción, se empujaban unos a otros, se vaciaban agua helada encima, se tiraban de puñetazos y, en fin, daban rienda suelta a todo aquello que pudiera no ser considerado una virtud. Nadie sabía muy bien a qué venía semejante descontrol ni quien había inventado esa fiesta, pero a nadie le importaba mientras pudieran probar su propio —y mal entendido— valor a los ojos de cualquier cantidad de personas, sin importar los golpes, raspones, cortadas o enfermedades con que volvieran a casa.

Ahora quizá entenderán que, cuando alguien pasaba por una racha de desgracias en que la vida le parecía golpear, patear e insultar con todas sus fuerzas, se decía que le habían bailado la Danza de la Virtud.

—Bien, mira —contestó el profesor acercando un pañuelo con setas y trozos de manzana hasta las manos de Isaías Jordan—. Listo, ahora me sentaré por allá y me dirás qué se supone que te hice para que me quieras lejos y, lo más importante, cómo saldremos de aquí.

2.

Aquello era por él, no cabía duda.

El hombre que amaba y que había cuidado de ella desde que era un bebé, ahora estaba desaparecido. La única pista era la llamada que una mujer había hecho a la Fuerza Áurea reportando haber escuchado a un hombre gritar en los alrededores de la iglesia del centro de San Nazareo.

«Tengo una cita con el hombre que amas», había dicho aquel monstruo de sombras. La creatura había ido tras su padre al no encontrar a Jordan, así que, en la mente de Clara, era sin duda culpa del muchacho. No por nada había pensado en el nefasto arrullo de la tórtola y sus malos presagios cuando escuchó cantar al tren, el día en que había conocido al joven.

Estaba a punto de amanecer y ella no había dormido nada.

Respondió un par de preguntas de la oficial que comandaba la patrulla y luego la dejaron con instrucciones de qué hacer en caso de que volviera su padre o tuviera cualquier noticia. Sólo si algo cambiaba o transcurrían cuarenta y ocho horas sin que apareciera, podría desarrollarse una búsqueda más intensiva. De todas maneras había oficiales en alerta, lo cual al menos era algo.

—No saben a lo que nos enfrentamos —le dijo Clara al cielo que comenzaba a clarear con un soso tono de gris—, esa cosa fue por mi padre y no pueden hacer nada para detenerla.

La tristeza y el miedo suelen abrir, poco a poco, puertas a otras oscuridades más profundas, pero en el caso de Clara parecían haber sido meros heraldos anunciando el odio que despertaba demasiado rápido en su corazón y que opacaba la luz recién descubierta en su interior.

A la distancia, el rey del amanecer se levantaba cálido y sonriente como todos los días, alertando a los gallos para que comenzaran su poco musical pieza de canto y llamando a las flores a levantar sus rostros para saludarle. La chica de los cabellos de sombra tomó aquello como una bofetada a plena fuerza, el que la mañana comenzara con la jovialidad de siempre ignorando que ella lo había perdido todo.

3.

—¿Qué intentas decir? —preguntó el profesor con una sonrisa amplia que no lograba ocultar el temblor de sus labios ni el miedo reflejado en sus ojos—. Eso es por completo imposible.
—Mira esto —respondió Isaías extendiendo temeroso un trozo de papel que sacó de su bolsillo, sin ver a su tío a los ojos. No recordaba haber guardado nada ahí ni comprendía cómo era que eso seguía seco, pero así era—. Tú lo escribiste hace casi una semana.
Al hijo que no tengo...—empezó a leer Moshé Jordan con curiosidad—. ¿Qué es esto? Veamos. El precio de mi oro y... ¡Por mi tinta! —exclamó, dejando caer la nota amarillenta—. ¡El testamento del autor! ¡Esa es mi letra!

Se puso de pie y dio un paso hacia atrás, tropezando torpemente sobre el tronco que antes le sirvió de asiento. El sol terminaba de ponerse y ya habían acabado con el alimento, aunque el estómago del profesor ya no parecía muy convencido de querer guardar el suyo, el mundo entero girando deprisa en sus ojos.

—¿Ahora entiendes mi problema? —preguntó Isaías.
—¡Tú problema! Muchacho, yo estoy muerto, maldita sea. Esto no es el paraíso ni nada parecido, ¿cierto? —El profesor Jordan había logrado ponerse de pie una vez más y se encontraba agachado, la cabeza casi entre sus rodillas.
—El condenado infierno, querrás decir —contestó su hasta entonces desconocido sobrino—. Terminar con el idiota que me abandonó a mi suerte.

Por un momento el joven castaño se había logrado mantener en pie, pero el esfuerzo que le costaba mantener el control en medio de tan ilógica situación le hizo caer sentado en la arena.

—Así que no sabes dónde estamos, ¿cierto? —preguntó el joven Moshé ignorando el ácido comentario de Isaías.
—Te lo dije: abrí el libro y en un instante estaba aquí.
—El libro mágico del que no tienes ninguna prueba, quieres decir.
—Tengo a un sujeto que cayó del cielo en una puerta y un globo con una gran rasgadura sujeto al mismo pedazo de madera, creo que no necesitas más pruebas.
—Sólo quisiera ver algo de tu historia, de lo que dices que pasó antes de llegar aquí.

Antes de que Isaías pudiera responder, la oscuridad de la noche, que hasta entonces era impedida sólo por la fogata, permitió que los ojos del profesor captaran algo resplandeciente en la ropa del muchacho: el prendedor de oro, ardiendo sin causarle daño esta vez.

—¿Por qué estás usando eso? —preguntó Moshé acercándose con rapidez sorprendente a cubrir el distintivo dorado con las manos, sus ojos muy abiertos—. ¿Quieres que nos maten?
—Tienes que estar jugando —respondió Isaías al recordar que precisamente su tío le había dejado aquello como parte de la curiosa herencia.
—Sólo guárdalo, ahora sé en dónde estamos.
—Y vas a decirlo enseguida, ¿verdad?
—No hay tiempo —contestó Moshé con la frente perlada de sudor frío, el estómago hecho un nudo y pasando saliva antes de continuar—. Que el Autor nos ampare, pero: tenemos que encontrar a Capilumbra.

El Libro de las Historias PerdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora