Luces y sombras

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1.

—Clara, ¿qué te está pasando?

En una completa penumbra, dentro del viejo desván adaptado como habitación donde su tío había pasado sus últimos días, Isaías Jordan mantenía la mirada fija en la chica que había conocido al bajar del tren, a quien por primera vez veía transformada por esa luz cálida que ya en otras ocasiones se había hecho presente, aunque no como ahora.

—No hay tiempo de explicar, joven Jordan —contestó la sublime aparición, repentinamente junto a él.
—¿Eres realmente tú? —preguntó el muchacho—. Perdón, pero necesito saberlo.

Y es que no era solamente el misterioso resplandor en sus cabellos —como había ocurrido antes— lo que aturdía al chico, sino un cambio radical en la joven que usualmente era tomada por pequeña y delicada.

Un vestido blanco envolvía a Clara, aunque parecía flotar con delicadeza en torno a ella, como si un sueño hubiera escapado a nuestro mundo para vestirle. Su piel —más blanca que antes si era posible— tenía ese resplandor de plata ligeramente azulada que es propio de la luna. Una enredadera oscura, formada por tres ramas finísimas y hojas apenas perceptibles, parecía trepar desde su muñeca y cubrir parte del antebrazo. Llevaba los pies descalzos, lo que a Jordan le hacía preguntarse si acaso tocaba realmente el suelo.

—No eres tú, ¿verdad? —insistió el muchacho viendo a los ojos de la mujer aun a través del fulgor que emitían—. ¿Dónde está Clara?

Ella lo vio con ternura, con una chispa de alegría y con un antiguo dolor que dormía en lo más profundo de sus ojos.

—Clara está aquí —dijo, señalando con ambas manos el sitio donde se esconde el corazón.
—Tenemos eso en común —sonrió Jordan, imitando el gesto de la mujer. Luego, tomando una expresión seria, añadió—. ¿Ella va a volver?
—Te he dicho que ella está aquí y ahora te digo que yo estoy en ella, eso deberá bastar.

La oscuridad que les envolvía era a pesar de todo confortable, como cuando la madrugada nos encuentra perdidos en algún bello recuerdo, pero eso estaba a punto de cambiar.

2.

En las cavernas oscuras debajo de la tierra, las fuerzas antiguas seguían inquietas. Desde que había surgido el rumor de que el profesor Moshé tenía en su sangre la marca del Último Autor, no había existido el descanso para los impíos en su morada.

El poderoso ser que alguna vez fue llamado «señor de la grandeza», el oscuro espíritu que corrompe la historia del hombre y que ansía hacer lo mismo con el Libro, busca la definitiva destrucción de la línea de sucesión que ahora es representada por Isaías Jordan.

Para la humanidad, este depredador casi es parte de las memorias olvidadas, pero él no olvida. Los autores prefieren llamarle Ravente —que en la lengua antigua de los Viajeros significa sencillamente «el enemigo»— pero su nombre es y siempre ha sido Sagrav, el príncipe de las Sombras.

Una y otra vez intentó destruir al profesor pero, cuando Isaías nació, se empeñó en volver el don del muchacho en su contra, actuando subrepticio y con la astucia que le caracteriza. Ahora que el libro ha sido entregado a un nuevo heredero y que la luz amenaza con disipar la tiniebla, ha decidido que es tiempo de abandonar las sutilezas y atacar personalmente, aunque desde la oscuridad, como acostumbra.

—¡Eizol! —rugió Sagrav.
—Mi señor —se vio forzado a responder éste.
—Tráeme el Mayim'dahat —ordenó.

El Mayim'dahat —«mar del conocimiento», en nuestra lengua— es una pequeña esfera de agua siempre cambiante que, en manos de Eizol, muestra los acontecimientos actuales de la historia del hombre y la dirección que deberían tomar según el Libro.

En ella, Sagrav posó su mirada de hierro, trayendo a la superficie la imagen del joven castaño que ahora tomaba el libro con mano temerosa. Un momento después, la escena se oscurecía y las aguas se mostraban de nuevo quietas en el interior de la esfera.

Los antiguos imaginaron a Eizol como un hombre de baja estatura y con un cuerpo fuerte, entrenado para el combate. En las pinturas, llevaba el abundante cabello liso hacia atrás, dejando ver unas profundas entradas en la frente que representaban inteligencia.

A Sagrav, por otro lado, nadie se ha atrevido a imaginarlo, por lo que sólo ha sido representado basándose en los títulos que más usaban los Viajeros: Ojo de la tiniebla, Yugo de los hombres, Sombra oscura y, desde luego, Enemigo.

—¿Por qué se ha ido la visión? —gritó Sagrav tomando la esfera, que de inmediato comenzó a congelarse— ¡Contesta, guardián de porquería!
—Sólo hay una explicación, mi señor —respondió Eizol mientras tomaba nuevamente aquel tesoro en sus manos—: algo debe estar sucediendo fuera del tiempo.
—¿Ahora de que hablas, por las mil muertes?
—Ah, es muy interesante, señor —contestó admirando el Mayim'dahat con avaricia—. Los humanos tienen nombres diversos para el tiempo, ¿sabe?
—No hay tiempo para tus lecciones —dijo desvaneciéndose en una sombra más negra que la terrible oscuridad en que habitaban—. Tendré que hacerle una visita a tu «héroe».

Mientras Sagrav se alejaba, Eizol recordó por un momento su vida anterior y las letras de una antigua profecía.

3.

Los colores llenaban el aire: violeta, magenta, lavanda y clavel. Las nubes lucían tonos vibrantes pero sutiles de amarillo rojizo, esparcidos aquí y allá. El verde esmeraldino de las montañas se fundía con el cielo a la perfección. Cada textura le parecía extremadamente suave, pero tan viva como nunca hubiera creído. En medio de aquel esplendor se encontraba él de pie, rodeado del brillante pasto sin saber por qué.

De pronto se sintió nervioso y escuchó atento. No había voces ni canto de aves, no escuchó el rugido de los coches ni el lastimero llanto del tren. Sólo la voz del silencio resonaba a su alrededor con una claridad hasta entonces desconocida.

Buscó con la vista en todas las direcciones, pero no encontró a nadie. Le llamó, pero no hubo respuesta.

—¡Clara! —llamó hacia la salida del Sol—. Mágica mujer misteriosa, ¿estás ahí?

Otra vez fue avasallado por el mutismo, pero siguió llamándole. De alguna manera tenía la conciencia de que, en algún sitio, ella lo veía. No podía explicar cómo, pero estaba seguro de que era así.

Sin previo aviso, un estremecimiento le hizo dirigir la mirada hacia el cielo —oscurecido de súbito—, donde las nubes relampagueantes se arremolinaban formando un ojo azul, terrible y brillante.

El Libro de las Historias PerdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora