El café caliente también le reconfortaba. Marcó el número de Ruth en el móvil mientras mordía un bizcocho y buscaba las llaves. El tono sonó una vez, otra y otra. A la cuarta, la voz sorprendida de su vieja amiga se escuchó al otro lado.

—¿David?

—Hola, Ruth.

Siguió un silencio incómodo. «Que no cuelgue», pensó. Pero Ruth no colgó. La escuchó suspirar antes de que volviera a hablarle.

—Dios mío. ¿Cómo estás? —Suspiró de nuevo, parecía algo sofocada. Y no le extrañaba—. Hace… ¿Cuánto tiempo hace? Eres un cabrón. Hemos estado llamándote, y lo sabes. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no contestabas las llamadas?

—Lo siento, Ruth. Perdóname. Ya sabéis que soy un mierda —dijo, sin autocompasión alguna. Era un hecho y él era consciente—. Las cosas no han ido muy bien los últimos meses.

—Querrás decir los últimos años.

Cain dejó de masticar. ¿Tanto tiempo? Pues sí… tanto tiempo. «No voy a echarme atrás ahora», se dijo, cuando la vergüenza le hizo sentir deseos de colgar.

—¿Los has contado? —replicó tras una pausa. El comentario le salió un poco brusco, así que se corrigió al momento—. Lo siento. Oye, no he llevado muy bien el cálculo de… de nada en realidad, desde que dejé el instituto. Yo… me preguntaba si podríamos vernos.

—¿Tienes algún problema? —dijo ella de inmediato—. ¿Necesitas algo?

Cain reprimió una sonrisa.

—No… por extraño que parezca, no. Pensaba ir al centro ahora, tengo que renovar vestuario. ¿Qué me dices?

El tenso silencio que siguió a su pregunta le hizo sospechar que se negaría. Cain había contemplado la posibilidad de que Ruth le mandara a la mierda. De hecho le parecía la reacción normal en este caso. Pero deseaba que no lo hiciera. Quería volver a verla, recuperar su amistad. Aquella noche se habían despertado en él todas las añoranzas que habían permanecido adormecidas en su alma, bajo un hechizo que sólo se había roto cuando al fin fue capaz de llorar su pena, de pensar en su vida y afrontar los hechos. Entre esas añoranzas estaban sus viejos amigos del instituto, y Ruth había sido como una hermana para él. Irónicamente, Cain nunca se había dado cuenta de ello hasta entonces.

—¿Sabes? Debería mandarte al cuerno —soltó ella, como si le hubiera leído la mente. Luego su voz se volvió mucho más cálida—. Pero no puedo. Joder, me alegro tanto de oírte… no sabíamos qué había pasado contigo. ¡Más te vale contármelo todo! Salgo para allá.

—¿Nos vemos en el reloj rojo, entonces? —preguntó Cain, ensanchando la sonrisa.

—Ni lo dudes. ¡Allí nos vemos!

Cuando sonó el pitido que anunciaba el fin de la conversación, se quedó mirándolo con asombro un raro. ¿Tan fácil? Era increíble que hubiera resultado así de sencillo. En su mente, Ruth tenía todos los motivos del mundo para pasar de él, y sin embargo ahí estaba. Dispuesta a volver a verle después de… años. «No me he dado cuenta del paso del tiempo. No me he dado cuenta de demasiadas cosas».

Salió de casa y se dirigió hacia el metro, excitado por la perspectiva. Las cosas empezaban a salir bien. Ya era hora.

Durante la época del instituto, Cain había tenido un consuelo en su vida de mierda al conocer a Ruth, Samuel y Berenice. Hasta entonces, el chico no había tenido ningún amigo ni tampoco los había buscado. No le gustaba la gente. La gente le había demostrado que era peligrosa, cruel y malvada, y aquellos a los que había conocido y no lo eran, siempre terminaban mal: muertos o desaparecidos. Así que no había muchas razones por las que molestarse en trabajar relaciones sociales más allá de charla en los bares, alguna conversación anodina en clase y aquellos momentos escasos en los que era necesario hablar como paso previo a la satisfacción de necesidades básicas, ya se tratara de comer o de mantener relaciones sexuales. Y es que, aunque a algunas personas les parecía aberrante esa idea, Cain había comprobado que no había demasiada diferencia entre pedir una barra de pan y una mamada. Ambas cosas había que hacerlas en el ambiente adecuado, claro: no ibas a comprar pan a la esquina de los chaperos ni a La Caverna, igual que no mencionabas lo otro en la panadería. Para él eran procesos igual de vacíos y simples que desembocaban en una cierta satisfacción, y nada más. No tenían ningún misterio ni ritual más allá de un gesto oportuno o una pregunta directa. Por eso, al llegar al instituto le resultó tan irónico encontrarse rodeado de un montón de chicos y chicas de su edad que pensaban, soñaban y fantaseaban continuamente acerca del sexo como si fuera algo inalcanzable y difícil de hallar, siendo que todos estaban deseando hacerlo. Era una maldita panadería llena de clientes hambrientos en la que nadie se atrevía a pedir el pan.

Flores de Asfalto I: El DespertarOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz