Capítulo 13: Una pequeña gran rebelión

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Me ruborizo en el acto, incrédula al imaginarme a Katniss oyendo cosas agradables sobre mí.

—Verte en la Arena intentando proteger a Samantha fue el colmo —continúa—. Me recordaste tanto a mi propia historia con Rue y Prim, que cuando vi que sólo quedábais tú y Caleb y que estabas a punto de morir, llamé personalmente a Plutarch para que deteniese los Juegos, y me puse en camino de inmediato para explicártelo todo, cara a cara.

De nuevo, mi respuesta no es larga ni creativa.

—Gracias.

Me pregunto si a esto se le puede llamar final feliz.

Mientras Leyre va a por mi vestido para la entrevista final, reflexiono sobre los acontecimientos ocurridos.

Perdí a mi abuelo. Perdí a Alice. Perdí a Sam. Perdí a Gaelle.

Gané los Juegos. Caleb está vivo. He vuelto a ver a Peeta y a Leyre. Katniss dice que soy valiente.

Por mucho que me esfuerce, no consigo valorar las cuatro últimas cosas por encima de todo lo demás.

—Vanilla, cierra los ojos.

Me sobresalto y giro la cabeza. Mi estilista está ahí, en la puerta, sujetando la sábana debajo de la cual debe estar mi vestido.

Obedezco y, a pesar de todo, consigo sonreír al saber que Leyre mantiene la tradición de hacerme cerrar los ojos para ver mi atuendo sólo cuando ya lo tengo puesto.

Cuando Leyre comienza a vestirme, le pregunto, incrédula:

—¿Pantalones?

—Ajá. ¿No te gusta la idea? —me imagino que debe estar poniendo cara de disgusto.

—No es eso. Para nada —niego rápidamente—. Pero, ¿cuál es la idea?

—Quiero que te vean como una niña, no como una guerrera. Como alguien demasiado pequeño para sufrir tanto, no como alguien que disfruta matando. Además —añade Leyre—, esperan algo elegantísimo. Y lo mío es dar sorpresas.

—Oh —digo, temiéndome lo que pueda significar esa «sorpresa».

Permanezco en silencio, mientras noto una fina tela extenderse hasta mis codos; Leyre me ajusta la camiseta y hace algo parecido a remetérmela alrededor de los pantalones.

—Abre los ojos —me ordena.

Hago lo que me dice y levanto la vista hacia el espejo.

La persona que me observa desde el otro lado del cristal es una niña de quince años exactos, ni demasiado infantil ni excesivamente arreglada. Lleva unos pantalones cortos, negros y pegados a las delgadas y aún depiladas piernas, que se extienden desde la mitad del muslo hasta el ombligo. La camiseta plateada y brillante está, como adivinaba, remetida dentro del pantalón, y deja a la vista la clavícula y parte de la cadena del colgante de Peeta, que procedo a sacar de dentro de la prenda para que quede a la vista. La camiseta no lleva ningún estampado, supongo que para que no llame la atención en comparación conmigo. El reflejo calza unas botas negras que llegan hasta justo debajo de las rodillas y están adornadas con unos cordones plateados.

Mientras me observo a mí misma, Leyre me recoge el pelo en una coleta alta, que parte desde la coronilla: el mismo peinado que llevaba en la Arena, una vez más, para que me reconozcan.

Aunque, ¿cómo no iban a reconocerme?

—Me encanta —aseguro, y ella sonríe.

—Genial.

—¿Y qué hay de la Gira de la Victoria? —resoplo—. Asquerosas semanas de banquetes y adoraciones falsas por...

—Eh, eh —me interrumpe Leyre—. ¿En serio crees que los nuevos Vigilantes iban a mantener esa estúpida tradición?

Capitol is not my homeWhere stories live. Discover now