–Sígame, Su Majestad, por favor.

Caminaron por varias callecitas hasta llegar un pequeño claro, en cuyo centro un gran árbol estaba apostado. Ella se encaminó hacia allí y se sentó en su trono real. Su guía se marchó en silencio después de hacerle una venia de despedida.

Una vez sola, ella encendió la pira de ramas que esperaba el fuego de sus manos y volvió a sentase entre las raíces del árbol.

La bruma rodeó el claro y el fuego impuso su luz propia. Desde la lejanía se acercaron un enorme gato negro acompañado de una lechuza volando a su lado.

El gato caminaba sobre sus dos patas traseras. Entre las dos delanteras traía aprisionado a un gallo negro. La lechuza, con sus enormes ojos verdes sobrenaturales tan parecidos a los de ella, traía en su pico una daga filosa, cuyo mango tenía incrustado en el centro un enorme rubí.

La lechuza depositó la daga de plata a su lado y, en la medida en que su cuerpo lo permitió, le hizo una ligera reverencia antes de volar hacia lo alto del árbol.

El gato dejó al gallo junto a la daga, en un gesto de profundo respeto y luego de informarle con voz chillona que todo estaba dispuesto, trepó hasta donde estaba la lechuza.

Ella miró el gallo, cuyos ojos lúcidamente aterrados imploraban una misericordia que no obtendría. Estaba quieto, apenas si movía el cuerpo al ritmo de una respiración que no era tal. Sabía lo que le sucedería y quería presentar batalla, escapar, pero era incapaz de estremecerse siquiera. El hechizo que lo inmovilizaba era más poderoso que su instinto de supervivencia.

Lejanas campanadas comenzaron a dar la hora. Su eco hizo temblar la tierra.

1, 2, 3...

Ella agarró la daga.

4, 5, 6...

La inspeccionó con curiosidad, evaluando su filo.

7, 8, 9...

Tomó impulso para que el golpe fuese certero.

10, 11, 12...

Llegó la Medianoche. La hora de las Brujas. El intersticio entre un día y otro, en el que el orden habitual de las cosas se puede tambalear peligrosamente: lo muerto adquiere la posibilidad de vivir y lo vivo, de morir.

Le rebanó el pescuezo al gallo. Tomó su cabeza y en un gesto ceremonial, la dejó caer en el medio de las llamas. Agarró el cuerpo y vertió la sangre que manaba de la herida en un cuenco de arcilla.

Bebió pausadamente del cáliz sosteniéndolo entre ambas manos, poniendo un especial cuidado en no derramar una sola gota. Cuando terminó estalló en una estruendorosa carcajada de ultratumba, que asustó a los grillos y sapos más cercanos.

Después, se pinchó el dedo índice con la daga y dejó caer al fuego tres gotas de su sangre. Fijó su vista en las lenguas que cambiaron de color. Primero fueron rojas por fuera y anaranjadas por dentro. Luego, se volvieron amarillas hasta adquirir un extraño color verde en el exterior. Por último, se transformaron en una mezcla de violeta y azul. El viento tan pronto formaba parte como se alejaba. Las llamas se enroscaron sobre sí mismas, creciendo y decreciendo a la vez, silbando una aguda y casi imperceptible nota.

Una melodía comenzó a vibrar en el aire. No llegaba de ningún lugar porque venía de todos a la vez. ¿Cómo describir lo que no se puede ver? Era un sonido cadencioso, que aumentaba por momentos, que envolvía a la mujer, reclamándola para sí. Tenía vida propia y anunciaba la materialidad que, de un momento a otro, tomaría forma frente a ella.

El humo ascendió al cielo como un espiral, sin hacer caso de las indicaciones del viento, hasta delinear una figura humana. La bruma danzó al compás de la música, indiferente del fuego que le estaba dando vida. Cada vez se perfilaba más. Estaba engendrando un ser que se desprendería de las llamas y de sus leyes. Poco a poco se fue envolviendo en un cuerpo mortal, en un encierro terrenal.

Finalmente, un hombre irreal surgió ante los ojos de la mujer y la contempló con fijeza.

Bulgákov hubiese dicho que aparentaba cuarenta años y pico; que su ojo derecho era negro y que el izquierdo era verde; que vestía un elegante traje gris y que una boina le caía sobre la oreja con estudiado desaliño.

Le sonrió, apenas.

–Margot, es un placer verte de nuevo.

Se inclinó, en burlona reverencia.

–Estoy a vuestra disposición, mi Reina.


La Divina Comedia de Dante.

La descripción fue tomada prestada de El Maestro y Margarita, de M. Bulgákov.


el Poeta, el Diablo y MargaritaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora