Capítulo 3: El viaje en tren

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Cuando me despierto (debo de haber tenido una pesadilla, porque estoy temblando, pero no la recuerdo) miro el reloj y compruebo que apenas he dormido dos horas, porque son las ocho de la mañana. Me levanto y paseo por la sala común hasta que, sin previo aviso, la puerta de entrada del vagón número uno se abre.
Por ella aparece un chico de dieciocho años (no me preguntéis: sé que tiene dieciocho años, lo sé todo sobre él): es rubio, muy guapo; tiene unos preciosos ojos azules, pero hay una chispa de locura brillando en ellos. No puedo creerlo, no puedo creer que él sea mi mentor.
—Peeta.

Peeta, Haymitch, Johanna, Annie, Enobaria, Beetee o Katniss. Uno de ellos tenía que ser mi mentor. Si supongo bien, habrá uno por cada vagón. Sobra un vencedor: será Katniss, porque tengo entendido que está muy trastornada desde la muerte de su hermana y no está preparada para ser mentora.
—Hola—me dice sonriendo, aunque se distingue perfectamente que es una sonrisa forzada. Las secuelas de su retención en el Capitolio durante la guerra son perfectamente visibles en su rostro y, sobre todo, en sus ojos.
—¿Eres mi mentor?—le pregunto, aunque sé la respuesta.
—Sí. Yo... no quería serlo, pero...
—Lo sé. La votación. Estás obligado, ¿no?
Peeta me observa sorprendido, como si no esperase que una niña del Capitolio como yo supiese tanto sobre la guerra.
—¿Cómo te llamas?
—Vanilla.
—¿Vanilla qué?—mi nuevo mentor insiste en averiguar mi apellido, y creo intuir la razón.
—No quieras saberlo, ¿vale?—digo, bajando la vista. Ya sabe por qué estoy tan bien informada.
—Entiendo—asiente Peeta—. Eres la nieta de Snow.
—Yo no tengo la culpa de...
—Lo sé—me asegura acariciándome el pelo, tranquilizador—. Lo sé.
—¿De verdad?
—Claro. Voté en contra de organizar los septuagésimo séptimos Juegos del Hambre. He pasado por esto y sé que no es justo castigar a gente inocente por las acciones de otros.
—Peeta.
—Dime.
—Me alegro de que seas mi mentor.
Él me mira conmovido y me abraza.
—Venga—me susurra—. Aún tienes tiempo de descansar hasta la hora del desayuno.
—De acuerdo.
—¿Sabes? Eres guapa.
—¿Lo dices en serio?—me brillan los ojos.
—Sí. Me gusta que no lleves cinco kilos de maquillaje encima. Yo también tengo suerte de ser tu mentor, Vanilla.
—¡Gracias!
—De nada. Y ahora, a descansar.
Aunque se está muy bien entre sus brazos, me suelta y yo me dirijo hasta la puerta de mi compartimento. Un segundo antes, me desvío y entro en el de Sam.

Mi nueva amiga está tumbada en la cama, pero despierta. Sostiene algo entre las manos: un libro.
—¡Hola!—exclama cuando me ve.
—Hola, Sam. ¿Tampoco puedes dormir?
—Nadie puede, Vanilla—contesta con una sonrisa resignada.
—Ya. ¿Qué libro lees?
—Oh, ¿esto?—pregunta mirándolo—No, no—niega sacudiendo la cabeza—. No es un libro. Es mi diario.
—¿Tu diario?
—Sí. Lo empecé cuando tenía nueve años. Es increíble lo mucho que hemos cambiado, yo y mi alrededor, desde entonces hasta ahora.
—Vaya.
—Sí. ¿Quieres que te lea un párrafo?
—No veo por qué no.
—Está bien—Sam carraspea y recita con voz clara—. «Hoy he estado viendo los Juegos con mi familia. Han venido mis tíos y mis primos, y me han traído dulces. Mi madre me ha dicho que no debería comer dulces o engordaré, pero yo creo que la gente no debería preocuparse por algo tan insignificante como el peso. Le he preguntado a mi madre si no podríamos darles los dulces a los chicos y chicas que salen en la tele, porque parece que ellos sí los necesitan, pero me ha contestado que si no, no sería interesante. La verdad, yo no veo nada interesante en tantos jóvenes matándose entre ellos. Con cariño, Sam».
—Vaya—digo asombrada cuando termina de leer—, ya entonces sabías lo malos que eran los Juegos.
—Simplemente pensaba que no eran interesantes—suspira Sam, encogiéndose de hombros—, pero mis padres siempre me hicieron creer que era un estupendo programa de televisión. Creo que sólo se dieron cuenta de su error en la Cosecha.
Recuerdo a la mujer pelirroja llorando en la zona de los padres cuando Samantha salió elegida.
—Bueno—me resigno—, ya es tarde para arrepentirse.
—Es tarde para todo—asiente ella—. ¿Te apetece dormir aquí?
—Genial—digo sonriendo—. ¿Sabes? Peeta Mellark es nuestro mentor.
—Guau. Seguro que lo hace genial.
—Sí.
Así que me meto en la cama con Sam, ella me da la mano y las dos nos perdemos en un reconfortante sueño sin pesadillas.

Capitol is not my homeWhere stories live. Discover now