Capítulo 16: Palabras de dioses

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—La Iglesia... —exhaló Dacio—. La Iglesia... y los gusanos.

—El ser humano ha seguido demasiadas instituciones putrefactas a lo largo de la historia. Nosotros no nos meteremos en ese saco. Además, así es la política. No hay ningún truco, esta es la única manera de conseguir esa silla y conservarla. —Clisseria señaló el sillón del despacho.

—Concuerdo contigo, pero... creo que es mejor que dejemos de recordar el pasado de nuestra especie. Eso es cosa del Partido Retrospectivo.

Dacio y Clisseria entrelazaron las manos. Sus dedos encajaban entre sí como las piezas de un puzle, al igual que sus mentes se fusionaban como el acero y el fuego. Existían combinaciones en la naturaleza cuyo resultado siempre sería el mismo. Si se mezclaban átomos puros de carbono y unas condiciones extremas de presión y temperatura, el producto, sin margen de error, serían diamantes. Pero había una certeza nueva, que pronto se añadiría a la lista de combinaciones naturales: Si Dacio y Clisseria estaban juntos, el único resultado posible era la grandeza.

El presidente observó a su mujer mientras enarcaba una ceja, y su boca se curvaba en una sonrisa ácida. Sin decir nada, lo que pensó se escribió sobre sus labios durante una pausa de varios segundos. Un silencio que solo para Clisseria decía algo.

«¿Qué sientes, Cliss?»

—Siento como si hubiera vuelto a nacer —susurró su señora.

«¿Qué hemos hecho? ¿Acaso hemos sido egoístas o injustos? ¿Acaso está bien dejar que los demás se mueran mientras nosotros hemos descansado?»

—El poder agota. No se puede dominar el mundo si el cansancio te está dominando a ti primero —respondió ella mientras se encogía de hombros.

«¿Y qué pasará?»

Clisseria hizo una mueca antes de contestar.

—Agradecerán que seamos nosotros quienes gobernemos... —mencionó en un tono certero.

Dacio asintió con una sonrisa de convicción sobre los labios. Aquella afirmación de su mujer le había alentado lo suficiente para volver a enfrentarse al mundo. El presidente abrió de nuevo las puertas de su despacho, y al instante, uno de sus guardaespaldas casi se abalanzó sobre él con un gesto torcido, repleto de preocupación.

—Se-señor —tartamudeó el muchacho—, no queríamos entrar en la habitación para respetar su privacidad. Pero han pasado seis horas desde que cerró esas puertas. —El segurata agarró a Dacio de forma inconsciente por las solapas de su chaqueta, y apartó las manos en un santiamén—. Lo... lo si-siento, ¡lo siento, señor! Pero creímos incluso que usted se había encerrado ahí para morir. Nos temíamos lo peor.

—Poortun, debería tomarse un descanso. —Krasnodario se compadeció de él, y le tranquilizó con unas cuantas palmadas en la espalda—. Clisseria y yo hemos pasado varias horas ahí dentro... divagando. Pensando en el manejo de la situación.

—¿Y cómo estuvieron hablando sin que se escuchara nada en absoluto?

—Poner la oreja detrás de la puerta es el modo más antiguo de rebasar la privacidad —dijo Clisseria con altivez—. Y hacer eso no es su trabajo, Poortun. Además, Dacio no ha mencionado en ningún momento que habláramos. Mi marido y yo no necesitamos hablar para entendernos.

Poortun tragó saliva, nervioso, evitó la mirada de la primera dama. Aquellos ojos grises con unos disimulados toques azules parecían un trozo de piedra en medio de un oscuro océano, y el muchacho sintió que ese breve segundo en el que ella le observó, le había hecho viajar allí dentro, tal vez, a esas aguas bravías de su alma. El agobio era igual a estar enredado entre los bucles de las olas, chocando contra un escarpado acantilado que hacía sangrar su piel y tragar la espuma del mar. Solo que entonces, la sangre solo era la de su lengua, que se la mordió para no hablar, y lo único que se tragó fueron sus propias palabras.

Insomnio: Primeros Confederados | SC #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora