Un capitán demasiado perspicaz

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La monotonía del horizonte en calma era rota únicamente por el incesante golpeteo que generaban las piedrecillas que Hardy dejaba caer desde babor hacia el océano. Todas las mañanas, en las tareas de limpieza de pesca, la sirena guardaba en su mano algunas de las piedras que encontraba dentro de las almejas que recolectaban, y cuando lograba encontrarse a solas, las lanzaba al fondo del mar, una por cada emoción humana que había percibido durante la jornada. Para esa tarde había guardado cuarenta y siete, todas del tamaño de un grano de arroz, todas con uno o más nombres, salvo el de Huracán.
Como todo espíritu marino, la capacidad de Hardy para percibir las sensaciones de otros seres era sobrenatural en todo el sentido de la palabra, pero cuando se trataba de Huracán era como intentar cavar un hoyo con los dientes; una sinsentido agotador. Varias veces sopesó la posibilidad de que el capitán no fuera del todo humano, a fin de cuentas hasta donde ella sabía los de su especie eran hervideros de emociones. Y mientras agradecía no sentir nada por parte de Huracán, porque ya tenía suficiente con los calderos sentimentales del resto de la tripulación, no dejaba de inquietarle la idea de que algo se le estaba escapando entre las aletas.
Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por la caminata pesada de Tim, uno de los tripulantes más antiguos del barco, quién notando la presencia de Hardy, fantaseó con lanzarla por la barandilla, sin percatarse de como esta apretaba los dientes, molesta al ser interrumpida en su actividad por uno de los sentimientos más desagradables a su parecer: El deseo. Esperó a que Tim se alejara lo suficiente para inhalar profundo, pensando que tendría que encontrar una piedra más grande para él.
Mientras el cielo se teñia de suaves púrpuras y naranjas, la sirena intentó retomar su actividad en silencio, tratando de liberarse de el pequeño escozor que surgió en su estómago producto de las emociones de Tim. En las últimas jornadas, había enumerado tres cosas que no dejaban de incordiarla profundamente: La primera había sido descubrir que tenía más emociones propias de las que creía, situación agravada por la presencia de los humanos. No eran grandes ni complejas; más bien eran indicios, como si en el lugar de un sentimiento solo tuviera la palabra para describirlo. Sabía que era mucho más de lo que un espíritu del mar solía tener, pero no podía decidir que era peor, si la total ausencia, o la señal de que había algo dentro de ella que estaba incompleto.
En segundo lugar, estaba la extraña barrera entre ella y Huracán. Además del hecho de no poder acceder a sus emociones, Hardy tenía la certeza de que había una conexión entre eso y la magia que había sentido el día que encontró al Dragón Rojo. Trescientos años eran tiempo suficiente para enseñarle que el universo no creía en las coincidencias y no dejaba de preguntarse que era lo que compartían ella y el capitán, porque cuando se trataba de él, sus poderes estaban rotos.
Y habían sido esas dos problemáticas, las que habían dado paso a una tercera. No había tenido tiempo para analizar quien había robado el tesoro, porque para el momento en que se dió cuenta, fue cosa de minutos antes de tener que correr en busca de Ellora y entender que tenía que huir lo más rápido posible y partir en su búsqueda; pero gracias a la rutina del barco, su mente tuvo la calma para analizar la situación. No lograba entender que un humano hubiese robado el tesoro para llevarlo a tierra. Sabía que eran codiciosos, pero eran seres demasiado frágiles para soportar la eternidad. Además el tesoro no funcionaba así. Pero también sabía que si las Frales Marinas estaban involucradas en el asunto, les habría sido fácil seducir a un humano con la idea del tesoro de Ush, pues ellas mismas estaban convencidas de que robandolo obtendrían sus poderes, cosa que Hardy sabía era totalmente absurda.
—¡Hardy, Jonas se siente mal y vomitó sobre la cubierta, ve a limpiar el estropicio! —. La voz de Fulvio interrumpió sus pensamientos, gritando sus órdenes desde la proa, y Hardy dejó caer las piedrecillas restantes de golpe al agua, sacudiendo sus manos y maldiciendo a todos los dioses del océano, mientras recogía su cubo de limpieza y avanzaba con sus pies descalzos una vez más.
¡Cómo detestaba a los humanos!, Aunque a Fulvio no tanto como al resto.

Huracán Thornbird - Los Seis Reinos #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora