Capítulo X

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Era otoño de nuevo cuando Eva volvió a mostrarse tal como era frente a todos sus compañeros. Su mejor versión, la que no tenía miedo, la que no permitía que su entorno le hiciera cambiar lo que ella era. Conmigo ya lo había hecho, excepto que no lo sabía. Y no esperaba que lo hiciera pronto.

Para entonces era casi un hábito seguirla a casa y descubrir con profundo remordimiento que su casa no era ni de cerca un lugar que podía ser llamado hogar, y que si tenía muchos motivos para salir corriendo de la escuela, tenía aun más para correr lejos de ese otro sitio oscuro y triste. Un lugar en el que se suponía debía sentirse mejor, más protegida, segura.

Yo seguía sin hablarle, por supuesto, y no quería acercarme a ella. Lo único que había cambiado era que ya no le gritaba ni la calumniaba, pero seguía cometiendo el terrible error de reír de las bromas de los demás. Algo no me permitía solidarizarme completamente con ella, y ese algo era yo mismo y mis propias inseguridades.

Tenía mil y un motivos para creer que Eva merecía algo mejor conforme a la grandeza de su corazón, pero no me atrevía a ser yo quien lo reconociera por medio de un simple acto amable. Fue ella la que me enseñó que el ser bueno no era un premio para los demás, que no era una recompensa ni algo que las personas podían dejar de merecer. Ser bueno con los demás era una cualidad que nos definía. Ser bueno era demostrar que no necesitábamos que alguien nos diera algo a cambio, sino que era el premio en sí.

Samuel era muy constante. A pesar del tiempo que había transcurrido desde que conociera a Eva, no había parado de molestar a la niña ciervo desde el primer día, desde el incidente con el puesto en el aula hacía tres años. La variable era su intensidad y su insensibilización ante la maldad. Ya no conocía límites y lo poco que quedaba de su inocencia se borraba como las palabras que se escribían en la arena.

Creo que es un caso extraordinario. El odio no puede desarrollarse de la nada, y la costumbre de herir a las personas no puede durar tanto tiempo en gente tan joven, pero ya no estoy seguro de nada. Eso solía pensarlo cuando era aún demasiado ingenuo. Ahora, que tengo las cicatrices frente a mí, he tenido que cambiar de parecer. Hay un gran trecho entre costumbre y gusto, y lo que Samuel sentía era satisfacción por hacerle daño a Eva, precisamente.

Él estaba tratando de resolver algún ejercicio matemático sin resultados favorables. Solo dos personas habían podido terminar y entre ellas se encontraba Eva, que intentaba en silencio no mirar a su alrededor (si hubiese podido, se habría vuelto invisible). Tenía la mirada clavada en su cuaderno y movía su lápiz como si no supiera si debía borrar y empezar de nuevo nada más para sentir que hacía algo o solo quedarse ahí sentada con la inquietud tensándole los músculos de la espalda por la necesidad de pasar desapercibida.

Poco a poco, todos los estudiantes terminaron sus asignaciones, algunos con más facilidad que otros. Tres, cinco, siete, hasta que solo Samuel quedaba por acabar. Eva miraba nerviosa a todos lados, deseando quizá que el muchacho terminara para poder salir de ahí, ya que de él dependía su escape, básicamente.

Yo miraba a la chica con cierta curiosidad, y esperando en parte que dejara de alternar miradas a su entorno con episodios de querer quedarse contemplando los ejercicios matemáticos como si fueran la cosa más grandiosa. Pasaron otros cinco minutos hasta que pasó lo que yo temía que pasara, aunque ciertamente me tomó por sorpresa. No habría esperado que ocurriera así.

La profesora, en su completa inocencia e ignorando lo que sucedía en su ausencia, se acercó a Eva para revisar su tarea y susurrarle algo al oído, a lo que ella respondió con un asentimiento de cabeza y una sonrisa brillante. No de triunfo, pero de disposición absoluta.

—Samuel, Eva te ayudará con tu tarea —dijo, y el simple sonido de esos dos nombres juntos en una misma oración hizo que mi cerebro se sacudiera dentro de mi cráneo. Samuel parecía haber sentido lo mismo, porque alzó la cabeza con un gesto de total desconcierto en su rostro.

Cuando me giré, noté con un deje de extraña confusión que no éramos los únicos descolocados ante tal propuesta. Los demás se veían como si estuvieran conteniendo la respiración. Samuel arrugó el ceño y sacudió la cabeza.

—No la necesito— murmuró, encogiéndose de hombros con fingida indiferencia—. Además, ¿para qué sirve usted si precisa que alguien más haga su trabajo?

—No seas grosero, Samuel. Necesito avanzar y tú eres el único que no ha terminado. Mientras yo explico a tus compañeros lo que tienen que hacer para la próxima clase, Eva te puede ayudar con...

—La única manera en que Eva puede ayudar es desapareciendo. Esfumándose de mi vista y dejando de estorbar. —Lo que había empezado como un reproche, como una rabieta, había terminado con un tono de burla y disfrute que me erizó los vellos de la nuca.

No pude evitar volverme a Eva, cuya sonrisa había mermado y que se mantenía ahí solo por la entera fuerza de voluntad que tenía. Cuando habló, lo hizo son total serenidad.

—No hay problema. Estoy segura de que Samuel puede hacerlo solo, es listo.

Samuel la miró por primera vez en todo el rato. La miró directamente, como si recién hubiera notado que estaba allí. Pensé que le diría algo, pero al final solo asintió y trató de proseguir con el ejercicio. A la hora de salir, se quedó hasta el final, compitiendo con Eva por ser los últimos en irse. Yo me fui con el resto y miré atrás un par de veces, pero no supe lo que ocurrió cuando en el aula quedaron solo ellos dos.

Samuel salió primero, y Eva tardó cinco minutos más en marcharse.

Ese día no la seguí a casa.

EvaWo Geschichten leben. Entdecke jetzt