Prólogo

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Richmond, Virginia. EUA.
Agosto 1814.

— ¿Vas a dejarme? —preguntó con voz temerosa.

La había deseado. La había tomado. Ella era mía; pero no había en mí amor real para ofrecerle. No sentía... No tenía ni la mínima idea de que cómo debería sentirme. No conocía lo que era amar a alguien. Me sentía posesivo respecto a ella, nada más. Sabía que podía dejarla marchar, y ciertamente eso no era amor. Tampoco lo era el haberla tomado, así sin más, sin ningún compromiso de por medio.

La esencia en mí burbujeó, ardió con ira, la aplaqué, no necesitaba un recordatorio de lo bajo que había caído.

—Daniel —cerré mis ojos, ella me llamaba como le pedí que lo hiciera, era una farsa, ese no era mi nombre—. Háblame —pidió con su voz suave.

Tomé una fuerte respiración.

—Tus padres no aprueban nuestra relación —destaqué, mi voz desprovista de sentimientos.

Ella dio un respingo.

—Podemos huir —ofreció esperanzada. Sus manos retorcían el encaje de su vestido. Sus ojos suplicantes, esos hermosos ojos esperaban una retracción de mi parte, trataban de disuadirme, ellos imploraban que la tomará y la llevará lejos, lo que ella desconocía era que a dónde iba no podía venir.

Estaba seguro de que esos ojos me perseguirían a perpetuidad.

—No puedo hacer eso —me apresuré a decir—, te perjudicaría. ¿Qué futuro te espera conmigo? Aquí no tengo nada —le aclaré.

Ella rió, un sonido que jamás le había escuchado. Una risa amarga.

—Me hiciste tuya, Daniel, ya me has perjudicado —su voz era frágil.

Ella estaba sufriendo. Ella iba a odiarme.

—Eso no es un problema, estoy seguro de que muchas mujeres en tu condición han logrado casarse, sólo tienes que jugar bien tus cartas... —la bofetada que me propinó rompió el silencio de la noche.

El lado derecho de mi cara ardió.

— ¿Cómo te atreves? ¡Cómo! —espetó con voz airada.

La observé, la tristeza le había dejado un amargo rictus en su rostro y sus lágrimas comenzaron a caer.

Todo mi cuerpo se tensó, quería correr hacia ella, abrazarla, besarla, hacerla mía una vez más.

Katherine. Ella era todo para mí, mi hombre natural la deseaba con fuerza. Podría huir con ella; pero ¿a dónde iríamos? Ellos estarían siempre detrás de nosotros, cazándonos. Ella jamás estaría segura.

Veía a mi mujer sollozar con fuerza, porque eso era Kate para mí, mi mujer. Con un pacto, o sin él, la había hecho mía.

Ella levantó su rostro, sus ojos se cruzaron con los míos y en ellos vi ternura. Tenía que hacerla entrar en razón. Persuadirla aunque hiriera sus sentimientos, al final ella iba a reponerse.

—No te amo, Kate, jamás lo hice. Tú y yo venimos de mundos diferentes —pronuncié con dureza.

No, no le amaba, pero aprendí a tenerle afecto, que era decir mucho dada mi condición. La hermosa chica frente a mí frunció sus labios.

—No, no, Daniel, no importa que seas un simple trabajador, mi padre lo entenderá y si no lo hace.... Huiremos—dijo con voz anhelante.

¿Ella no me había escuchado? No se trataba de lo que le hice creer que era, lo que aparentaba frente a ella. Le dije que no le amaba.

El beso de un ÁngelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora