Miedo

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―¿Se siente bien, doctor?

Levanté la vista de los papeles que se hallaban en mi escritorio y observé a la mujer morena, ataviada con una bata blanca, que fruncía el ceño en mi dirección.

―Todo está en orden. ―Intenté sonreír―. Dormí poco la noche pasada.

Noté que alzaba una ceja en respuesta. Bien, quizá mentir no era mi fuerte, por no mencionar que la jaqueca que tenía estaba matándome por segunda vez en esa semana. Al parecer la edad hacía que mi cuerpo tolerase cada vez menos la falta de sueño y yo estaba abusando de mi resistencia. Masajeé mis sientes y cerré los ojos. No me gustaba pensar que estaba poniéndome viejo y mucho menos en aquel momento de convalecencia.

―Supongo que usted sabrá ―la oí decir―. Puedo acompañarlo a su casa si así lo quiere.

Suspiré y volví a separar mis párpados, dejando que la luz blanca me encandilara por unos instantes. Vi que la chica apoyaba ambos brazos sobre el escritorio y se inclinaba en mi dirección con una sonrisa de medio lado surcándole el rostro. Tal vez estuviera sugiriéndome algo, puede que le hubiesen hablado de que estaba soltero y vivía solo. Las mujeres del hospital nunca escatimaban el tiempo para cotillear, la verdad fuese dicha. Sin embargo, me daba igual. En ese momento sentía palpitaciones tan fuertes en la parte baja de mi cabeza que comenzaba a pensar que estaba al borde de sufrir un colapso nervioso.

―Me puedo cuidar por mí mismo ―dije, y señalando la pequeña pila de papeles que se amontonaba frente a mí, añadí―: Por ahora, necesito terminar de rellenar estos informes para salir del hospital.

Ella se encogió de hombros y se dio media vuelta sin borrar su sonrisa. Por fin me dejó solo en el cubículo. Ya he perdido la cuenta de cuántas mujeres se me habían insinuado en los dos años que llevaba atendiendo en el hospital, pero supongo que tampoco es algo que valga la pena recordar. En aquel lugar la indecencia resultaba repugnante, toleraba tan poco a mis compañeros de trabajo que apenas hablaba con ellos. Sin embargo, la curiosidad morbosa por entrometerse en mi vida no cesaba y eso lograba hastiarme muchísimo. ¿Tanto costaba entenderlo? No era un asesino en serie, un ser sobrenatural o un espía del gobierno, era una simple persona a la que no le gustaban las otras personas.

Y me gustaban menos cuando llevaba mucho tiempo despierto. Tal vez no eran todas las personas, ya que había dejado de dormir por alguien. Por una mujer. «Ah. Jade». En ese momento debía estar esperándome en el centro comercial. La había dejado con una tarjeta de regalo de cien dólares y le había dicho que se comprase ropa decente, en vista de que insistía en no tolerar las faldas largas y las camisas de cuello alto de Ainara. Nada me lo garantizaba, pero tenía el presentimiento de que seguiría allí cuando fuese a buscarla en la tarde.

No le convenía dejar a la única persona dispuesta a ayudarla en la ciudad. Ella lo sabía porque era inteligente y tenía buen juicio. Eso la hacía especial, poseedora de cualidades que en una mujer promedio no eran fáciles de encontrar. Si se esforzaba, lograría conseguir un buen trabajo, vivir en un lugar decente, redimirse de aquella vida pecaminosa que había estado llevando por tanto tiempo. Tenía fe en que así sería. Siete demonios habían estado dentro de ella y, aun así, Él le había sonreído. Yo podía hacer lo mismo con Jade. Siempre podía renunciarse al instinto básico de la especie y tomar el camino de la virtud. María lo había hecho. Ainara lo había hecho. ¿Por qué Jade no merecía una oportunidad?

Estaba rellenando los informes de forma mecánica mientras pensaba en aquello cuando sonó el teléfono. Tenía un timbre agudo que atravesó el silencio en el que la sala estaba sumida de una forma tan repentina que hizo que mi silla se tambaleara cuando salté hacia atrás de forma instintiva. Fruncí el ceño y miré el aparato. De repente, el dolor había vuelto a instalarse en mi cabeza y aquel ruido lo hacía casi insoportable. Pero no iba a dejar de sonar. Era una de esas molestas llamadas que se mantenían hasta que el tono del teléfono se terminara. Cómo las odiaba. Suspirando, cogí el aparato y lo descolgué. Cómo odiaba a la gente que no comprendía que odiaba atenderlos.

Tráeme de vueltaWhere stories live. Discover now