¿Quién eres?

2.1K 155 120
                                    

Lo único que pude hacer fue mirarla desde mi posición durante los eternos segundos en los que fui incapaz de reaccionar. «Se está congelando, tienes que hacer algo». En el fondo de mi mente, esa orden logró esclarecer un poco mis ideas y darle movilidad a mi cuerpo. Me arrodillé frente a ella y acerqué mi rostro al suyo para poder examinarlo mejor. Pasé mis manos por su tez de porcelana para limpiarla de la nieve y el barro que la cubrían. Descubrí, aliviado, que seguía respirando y cuando puse mis dedos bajo la curva de su cuello pude comprobar que, aunque muy lento, su pulso estaba allí.

Si eso que estaba pasando fuese real...

Se sentía, al menos, tan real cuando alcé a Ainara en brazos para sacarla de allí. Su piel estaba tan fría como la misma nieve y estaba surcada de manchas azuladas. Había estado expuesta por demasiado tiempo al inclemente clima y estaba casi desnuda, era lógico que presentara un cuadro de hipotermia, pero no era normal que hubiese caído inconsciente. ¿Podría ser demasiado tarde... otra vez?

Intenté no pensarlo mientras llegaba a mi auto y abría la puerta del asiento del copiloto para dejar allí a mi amada. Después, entré por el lado contrario, abroché ambos cinturones y encendí el auto. Arranqué y mi mente empezó a trabajar a una vertiginosa velocidad mientras me alejaba del cementerio. En algún momento, comencé a orar. Pedí a Dios porque sabía que Él era el único que podría ayudarme en esa situación. No sabía qué más hacer.

No podía llevar a Ainara al hospital. Ella debía estar muerta y yo no tenía forma de explicar por qué no lo estaba. No quería que nadie se enterara de lo que estaba pasando, aun sabiendo que ella se encontraba en una situación delicada, me negaba a dar mi brazo a torcer. Quizá era porque todavía temía estar imaginando todo. Era más fácil pensar que estaba comenzando a volverme loco que darme cuenta de que estaba a punto de perder al amor de mi vida por segunda vez. Sin embargo, debía moverme y el único destino que cruzó por mi mente fue mi casa.

Mientras recorríamos el camino, volteaba a chequear cada pocos segundos el estado de mi acompañante. Seguía sin despertarse y yo cada vez aumentaba más la velocidad del auto. Excedí el límite permitido, eso es seguro, pero la carretera era poco transitada y nadie me detuvo. Al menos la suerte estaba de mi parte, eso tenía que significar algo.

El cementerio quedaba a las afueras de la ciudad y mi destino bordeaba el límite de esta, así que no tardé más de diez minutos en llegar. La vivienda frente a la que aparqué, era sencilla, tenía dos plantas y un jardín frontal que me esforzaba por mantener impecable. En esos años había tenido suficientes ingresos como para comprar algo mejor, más céntrico y cercano a mi trabajo. No lo hice, sin embargo, por la misma razón por la que no había dejado de visitar el cementerio todos los meses: estaba anclado al pasado.

Ainara y yo habíamos sido muy felices en aquel pequeño habitáculo de paredes con tapiz de girasoles y piso de parqué. Al igual que todo lo que constituyó nuestra historia, la felicidad encerrada en allí había sido efímera pero desbordante. Como si un día hubieses decidido comer hasta la saciedad tu postre favorito y a la mañana siguiente te hubiesen prohibido volver a probarlo.

Bajé del auto. El nudo que se había formado en mi garganta todavía no se había deshecho. Cargué de nuevo a Ainara y me las arreglé para abrir la puerta de la entrada. La dejé en el sofá del recibidor acostada, igual de lívida e inmóvil que hacía unos minutos, y corrí al cuarto de lavado para regular la calefacción y buscar un par de mantas para poder cubrir a mi amada.

Era médico, en teoría debía estar capacitado para manejar un caso de hipotermia. No lo estaba, sin embargo, para reencontrarme con mi fallecida esposa. Incluso cuando mi prioridad era mantenerla viva, no podía dejar de darle vueltas a las dudas que se cernían sobre mí. Sin darme cuenta, había comenzado a dar vueltas a su alrededor, me sentía como una bestia enjaulada y dominada por la desesperación.

Tráeme de vueltaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora