Y con sus uniformes impecables se colocaban cada uno en una esquina del ataúd y se quedaban perfectamente quietos.

Mirando al frente.

Después, cuando le tocaba a otros el relevo, Ángel era el primero en ocupar un sitio y se mantenía serio y quieto, como los soldados del castillo de la reina de quién sabe dónde, que tenían unos gorros negros muy grandes y no se movían para nada, así tuvieran una mosca en la nariz.

Entre la necesidad de una guardia comprometida y seria como la de sus tíos policías, como la de él mismo y cualquier otra persona que pudiera quedarse quieta, el viaje al cementerio y la comida monumental que hacían en casa, después del entierro, Ángel no tuvo oportunidad de hablar con nadie sobre sus sospechas.

Y las semanas se volvieron meses. Pronto fue un año y en poco tiempo dos. Ángel cumplió trece años.

🍵

—Mamá. —Se acercó Ángel al sofá en el que dormitaba su abuela, su madre miraba la televisión y llenaba una lista de cosas que faltaban en la despensa.

—Dime —respondió, un poco distraída, como era usual en ella, ocupada siempre en la inacabable labor de ser madre, esposa, hija, ama de casa, vecina, amiga.

— ¿Tú crees que en esta casa hay fantasmas? —preguntó con ligereza, como si preguntara si la zanahoria contenía más o menos beta caroteno que el jitómate.

Su madre lo miró con cara de hastío.

Su abuela despertó.

— ¡Claro que no! —Fue la tajante respuesta por parte de su lógica, moderna y escéptica madre. Su abuela en cambio, adormilada, respondió—. ¡Por supuesto que sí!

— ¡Mamá! ¡No le digas esas cosas, los fantasmas no existen! ¡El pensamiento mágico facilita la manipulación de las masas! ¿Quiéres un nieto manipulable?

— ¡Ay tú! ¡Déjame! ¡Yo sé lo que existe y lo que no! —respondió Celia, con ese tono despreocupado y jovial con el que siempre hablaba a todos.
Cálida y sonriente, quejosa y pasando por alto cualquier opinión que no fuera concordante con la suya, sin argumentación ni polémica.

Como una niña de dos años que responde: "Tú no sabes" para terminar una discusión con un adulto ignorante.

— ¡No mamá! ¡Eso no es verdad! En toda la historia, jamás se ha podido dar ni una sola prueba fehaciente de su existencia...

— ¡Pues tampoco de los reptilianos! ¡Y ya los ves...! ¡Ahí están! ¡Gobernando al mundo! ¿O a poco la Primera Dama no tiene cara de lagartona? ¡Es reptiliana!

Ángel amaba esas respuestas absurdas que daba su abuela y los ojos en blanco de su madre, el único adulto presente, que en esa ocasión, como en muchas otras, hizo lo que los adultos que discuten con niños eligen hacer después de un rato.

Guardó silencio y lo dejó pasar.

Ángel necesitaba que su abuelita, que decía que sí existían, hablara con él. Ella iba a creerle y a darle explicaciones.

—Abuelita, —Ángel se arrodilló en el piso, colocó las manos en el sofá y se acercó a su abuela; vieja y maltratada, medio ciega y medio sorda, cada vez más lenta, pero totalmente lúcida—.
¿Por qué dices que si?

— ¡Uy m'ijo! En mi familia siempre tuvimos el don. Mi abuela me lo contó todo, cuando era más chiquitina que tú. Ella los veía. ¿Tú los ves también?
—le preguntó. ¡Ángel lo supo! Su abuela comprendió sin decirle nada más. Le creía. Podía confiar en ella.

No le respondió porque su madre, que seguía su lista de compras, escribía más despacio. Estaba atenta a más de una cosa a la vez; pensar, escribir, planear, escuchar, prevenir la difusión de información no corroborada en los receptivos oídos de su único hijo al que siempre se esforzó por enseñarle a pensar racionalmente.

—Abuelita, ¿me haces chocolate para merendar? —La anciana pareció desconcertada por el cambio de tema y tardó un poco en responder, como sí hubiera olvidado de qué estaban hablando.

— ¡Pareces niño chiquito! —Lo regañó su madre—. ¿Qué no ves que tu abuela está descansando?

— ¡Ah! ¡Ni que estuviera tan vieja! No me pesa m'ijo, sí no te consiento yo,  ¿quién? Ya descansaré cuando me muera.

Ángel la besó muy contento. No sólo tendría respuestas. ¡Tendría chocolate hecho con molinillo!

—Pero tienes que ir a comprar leche porque no tengo. —Sacó un billete del bolsillo izquierdo, del sempiterno delantal que usaba y lo extendió. Su madre lo rechazó con un gesto y en cambio, le dio un billete de igual denominación. Tachó en su lista "leche", de mala gana.

—Compra tres de las grandes. Así quedará algo para la semana.

Ángel dijo que sí. Besó a su madre en la mejilla, porque su madre se olvidaba de cualquier conflicto si él la besaba y de inmediato salió corriendo.

Las mujeres escucharon el portazo y se quedaron sonriendo.

Ángel era un niño todavía. Uno muy bueno.

🍵

Más tarde, Ángel esperaba sentado en la cocina, mirando el oscuro hueco de la escalera. Algunos años atrás, su padre mandó revestir el interior con lámina de acero y también colocaron puertas.

Ahí no podría entrar una rata. ¡Ni con un soplete!

Quizás fue entonces cuando comprendió que aquél chico no podía estar vivo, porque seguía encontrándose con él algunas veces y seguía desapareciendo en esa misma oscuridad, sólo que había puertas y eso era raro.

Por no decir imposible.

Su abuela puso delante de su único nieto una generosa taza de chocolate, hecho con una receta pasada de generación en generación.

Su propia abuela preparaba uno así para ella.

¡Nada mejor que las dulces notas de tersura inigualable de un buen chocolate, batido en casa a mano, con molinillo de madera!

Si. Ángel se sintió reconfortado.

Su abuela también puso frente al muchacho, la mitad apachurrada de una dona, con el glaseado destruido, mientras metía en su propia taza la otra mitad y luego la comía,  escurriendo de chocolate, "sopeada", como le gustaba a la viejita.

—Entonces, ¿a cuál ves y desde cuándo?

Ángel no podía hablar del muchacho, si él lo miraba desde el rincón. Se levantó, arrancando la mitad de su mitad de dona, apachurrándola más y la dejó en el piso, pegado al escalón inferior, donde la oscuridad era total. Regresó y se quedaron en silencio terminando el chocolate.

— ¿Vamos a caminar? Para que se nos baje la panza. —Propuso Ángel repitiendo la frase consabida de la matrona de su casa. Ella rió y con dificultad, se levantó.
—Pues...

Ángel esperó hasta alejarse dos calles de su casa, como si no quisiera que los espectros lo escucharan.

Comenzó dubitativo, no sabía muy bien como iniciar la conversación, indeciso si describir su aspecto o preguntar si había más.

— ¡Ni me digas m'ijito! Tú al que ves es al flaquito.

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Lagartona: Coloquial. Prostituta

HambreWhere stories live. Discover now