Bo Co Lis

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Lo siguiente que Ángel recordaba de esa época era el funeral de su bisabuela; una señora fea, llena de arrugas. Todo su cabello era blanco y despeinado, porque estaba acostada en una cama todo el día. No tenía dientes, decía cosas en un idioma raro, parecía el grrrr grrrr de los perros y el mu mu de las vacas.
Muchas veces en su corta vida, Ángel fue de visita a la casa de la señora arrugada.
Su abuelita quería que al saludarla, le diera un beso en la mejilla, pero su mamá se negaba.

¡Y qué bueno! No le gustaba besar a esa señora. Su piel olía mal, como la leche que se quedó en su vasito entrenador por varios días. Su mamá lo regañó por dejarlo olvidado, dijo que esa cosa olía a rayos.
¡Si, su bisabuelita olía a rayos!

Los rayos le daban miedo, así que nunca se acercó lo suficiente como para comprobarlo.
Pero su mamá tal vez sí, porque era muy grande y valiente y no les tenía miedo.
La anciana busabuela estaba fría, siempre. Sus mejillas frías, su boca llena de saliva que olía a rayos y sus manos más torcidas que las de abuelita, arrugadas y duras.

Aunque abuelita arruinara los glaseados y se llevara ocho papitas de cada bolsa, no olía a rayos, sino normal, a persona y a sopa de fideo, a veces a mango o a otra fruta. Sus manos eran calientes, sonreía sin muchos dientes, pero con todo su amor.

La bisabuelita, en cambio, era gruñona, pero no importó mucho, porque su mamá no dejo que nadie lo obligara a besar a esa señora, más de una o dos veces y luego ya, nada más tenía que decir: "buenas tardes, bisabuelita" y no lo regañaban.

De todos modos, seguro que la señora ni sabía que él estaba ahí; tenía los ojos blancos y para que escuchara, era necesario gritarle todo el tiempo.

En el velorio, rodeada de hermosos ramos de flores y luces alrededor, con forma de velas, había una caja de madera oscura que le recordaba elcolor de las barras de chocolate amargo que su mamá le daba, porque tenían menos azúcar.
Su mamá siempre cuidaba esos detalles, para que no enfermara de obesidad infantil.
Ángel prefería las barras blancas que eran más dulces y sabrosas. Pero con su mamá era, o barras oscuras o nada.
No estaba mal, de cualquier manera.

Su mamá y su abuelita, abrazadas y tristes, fueron a ver lo que había en esa caja.
Él también quería ver, pero no lo dejaron.
Y no lloró, ni hizo pataleta, tenía curiosidad pero no demasiada. Todo era muy extraño, las personas estaban calladas y serios.
Había otros niños, pero si comenzaban a jugar, eran regañados y controlados de inmediato.
Era una fiesta de estar serio, muy aburrida. De modo que se cansó pronto, su papá lo cargó y pronto se durmió.

Despertó cuando abandonaba los amorosos brazos de su padre, que lo depositaba con cuidado sobre el regazo de su madre. Ya estaban en el auto.
Atrás iba abuelita, hablando.
Abuelita siempre hablaba de muchas cosas y era muy divertida. Ángel espabiló y quiso ver que había para entretenerse, pero entonces su mamá le dijo con voz seria que se comportara.
Como no se comportó, lo hizo ir a la parte de atrás y sentarse con abuelita.
Ella le sonrió y le preguntó si quería una sorpresa.
¡Era genial su abuelita! Siempre tenía cosas que ella llamaba sorpresas y que resultaba ser naranjas peladas, maní o pequeñas cosas comunes, pero al brotar de sus manos en forma de gajos o de semillas amarillas y verdes, eran divertidas y deliciosas.
Iban en una fila de autos y su padre conducía despacio.

Una puerta muy grande que llegaba al cielo los dejó pasar a un jardín donde había tantas flores, como nunca vio antes, en toda su vida. ¡Ni siquiera en el mercado! Árboles y un gran espacio cubierto de pasto suavecito para correr bajo el sol. Los pajaritos cantaban y ellos iban por una calle que llevaba a todos los vehículos formados como hormiguitas, a lo que hubiera detrás de una colina. Ángel estaba feliz y le preguntó a su mamá qué lugar era ese tan bonito. 

HambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora