Él ve la sombra

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—Buenas tardes alumnos. Mi nombre es Jaime Ayala. Me pueden decir Jaime, Jaime Ayala. Profesor, Profesor Jaime, Profesor Ayala, Maestro o Señor. A todos esos nombres respondo.
Eviten decirme ¡Oh Gran Señor Jaime Ayala! pues se puede prestar a malas interpretaciones.

Algunas risitas en el fondo del salón aprobaron la presentación del joven maestro.

—Bien. Como saben, esta es la clase de Expresión Corporal. Si no lo saben, se los aclaró ahora: está es la clase de Expresión Corporal.

Más risas fáciles. Los adolescentes se relajaron, con las defensas abajo y las orejitas arriba, estaban receptivos. Eso era lo que el profesor buscó y logró con sus palabras.

— ¿Y qué es Expresión Corporal? Bien. Les diré que es la capacidad de absorber o recibir por su aparato sensoperceptivo impresiones del mundo interno y externo, y la de manifestar y comunicar respuestas personales propias de estas impresiones, por medio del lenguaje corporal. ¿Qué dijo? ¿Profesor, me puede repetir lo que dijo pero en español?

Todos los alumnos del salón rieron sonoramente.

—Expresión corporal es expresarse con el cuerpo... ¡Oh! ¡Profesor! ¡Es usted brillante para resumir conceptos! —dijo en voz chillona. Sostuvo las manos entrelazadas junto a su mejilla, además de aletear las pestañas mirando al techo, como una versión hípster de una doncella enamorada. En realidad parecía una doncella, vestida de leñador, con barba, camisa azul de cuadros y bermuda de mezclilla, moviendo las pestañas como si tuviera algún tipo de convulsión. Ángel se moría de la risa con el tipo, al igual que el resto de su grupo.

Era el primer día de clases de su segundo semestre y se encontró con un maestro que prácticamente no sonreía, pero que los estaba llevando a una histeria controlada con cada comentario hilarante que decía. No tuvo tiempo de seguir pensando en eso. La puerta del aula se abrió y un chico alto y extremadamente delgado entró llevando una mochila. Una mochila vacía seguramente, por el modo como colgaba de su hombro, de lona, de esas que se venden afuera de cualquier estación del metro.

Era guapo, sin embargo apenas se le podía prestar atención a su bonita cara. Era el cabello del chico el que robaba el foco. Largo hasta casi la cintura, suelto y rizado. Una melena color paja o cobre. Quién sabe. Tenía muchos colores.

Ángel se dio cuenta que no podía cerrar la boca ni detener la estampida de mariposas en su barriga. No pudo sacar de encima del chico la mirada. Era impactante;  alto, muy alto y con ese tipo de cuerpo desgarbado, de piernas eternas, que sólo un adolescente puede tener.
Para Ángel, el tiempo se detuvo un rato y a su estómago, más y más insectos alados llegaron a provocar lluvias en Hawaii o terremotos en Turquía.

Después todo terminó y el tiempo volvió a su cauce normal. Ángel se quedó un poco lento y mareado y mientras tanto, el profesor siguió hablando de algo que Ángel ya no entendió. 

Avergonzado, arrancó sus ojos del muchacho en donde se quedaron pegados y los obligó con amenazas a permanecer sobre el profesor, mientras trataba de regresar su atención a tres minutos atrás, donde su único interés era qué más decía el profesor hípster más gracioso del mundo, antes de un chico de melena rizada y bonito rostro apareciera, con mochila hippie y adhesivo para miradas sobre todo su cuerpo.

—Hola, muchacho

El profesor guardó silencio mientras el chico entraba y le entregaba una nota.
La recibió y le dio un rápido vistazo.

—Buenas tardes, lamento la demora. Estaba en la dirección concluyendo un trámite. ¿Me permite pasar?

El profesor extendió una mano lentamente hacia las sillas del aula, pero primero hizo como si se quitara un imaginario sombrero de plumas y lo hiciera girar dos veces en el aire.
Un saludo del siglo XVI, con floritura, inclinación y pie adelante incluido.
La clase volvió a reír.

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