Como en casa

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Misha desentonaba con aquél ambiente urbano de casas pequeñas y descuidadas, tanto como una mariposa nocturna y luminosa lo haría en la habitación de un carnicero o como una hamburguesa cuarto de libra en una cena de vegetarianos.

Al menos eso fue lo que pensó Ángel cuando el chico de cabello rizado abandonó su auto y cruzó la calle. No era únicamente por su estatura que desentonaba, ni por su tono de piel o de ojos. Es que parecía un joven dios caminando entre mortales.
Tan mortales como él mismo.

Ángel era un producto orgullosamente nacional, si bien Luciano tenía la piel clara gracias a algún alemán ancestral que le heredó los rasgos atractivos y el apellido Var, esa herencia no llegó hasta su generación. La piel blanca de su padre y de su abuela no tuvo oportunidad contra el bronce mexicano dominante de su madre y de Doña Celia.
Los Caleti eran morenos.

Para Ángel eso nunca fue importante, en los tiempos revueltos que le tocaron, la pureza de sangre es tan real como los unicornios rosas. 

Pero al contemplar a Misha que parecía emitir cierto resplandor, una gracia especial que era mucho por el color de su piel y otro tanto por eso que el maestro hipster de Expresión Corporal le llamaba "carisma", no pudo dejar de compararse y sentirse insuficiente. 

El viejo señor Baeva trabajaba sentado en un banco largo como de Iglesia, a un lado de la entrada de su casa. Detrás de él, una fachada azul sucia y con la pintura descascarada y una puerta abierta que dejaba ver el interior oscuro y nada más. A modo de techo, el viejo señor usaba una lona maltratada. Quizás el sobrante de un tiempo electoral pasado.

Giraba incansable en dirección contraria a las manecillas del reloj un cubo de acero inoxidable, el sonido crujiente del hielo y la sal en el punto de fusión, llegaba hasta su auto. Eso lo hizo sonreír. ¡El señor Baeva estaba haciendo nieve de limón en una garrafa de madera! Las tablas que daban forma al cubo eran viejas, desgastadas y suaves. Algo que Ángel no había visto desde que iba a la primaria.

Misha le dio un beso en la frente sobre el cabello escaso. El anciano sonrió hasta con sus ojitos cansados de viejos y un poco más brillantes. Y Misha respondió a esa sonrisa con otra muy suave, tan íntima como una caricia. Toda la ternura llenando a esos dos hombres tan parecidos en la apariencia aunque los separaban sesenta años por lo menos.

Algo en el pecho de Ángel se arrugó; su corazón saltó a destiempo en protesta. Misha podía tener una familia de escasos recursos, pero lo amaban. Se notaba perfectamente. Él correspondía a ese amor y Ángel empezaba a desear, con todas sus fuerzas, formar parte de eso.

El alto y bello muchacho tomó asiento cercano al lado de su padre en ese banco largo donde cabían, al menos cuatro personas. Cercano para quitarle el mando de sus quehaceres. Comenzó a girar y girar el cubo de acero con la seguridad que da la experiencia. ¿Cuantas veces siendo niño habría insistido en ayudar? ¿Su padre lo permitía? ¿Le enseñó la manera correcta de batir el limón, la leche y la azúcar para obtener la tersura de la nieve?

Ángel quería saber eso y cualquier otra cosa que Misha tuviera para contar.

Una mujer salió de la casa. Tenía un gran parecido con el señor Baeva pero era, por lo menos, veinte años más joven. Entrada en carnes y en canas brillantes entre los cabellos claros. Grandilocuente, expresiva y sonriente. Hizo un ademán con los brazos abiertos, de gran sorpresa, al notar la presencia del chico sentado. Donde estaba fue abrazado, besado, apapachado, vuelto a besar y estrujado.

Palabras del anciano, no escuchadas detuvieron los afectos de la mujer y las protestas risueñas del muchacho, no para rescatar a su hijo despeinado y sonrojado; la nieve tenía que removerse con una pala de madera o se endurecería demasiado.

HambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora